mIENTRAS España reflexionaba sobre un vacilante y deseable cambio, Europa cantaba su decadencia en medio de un espectáculo friki que se conserva básicamente para que cientos de directivos de las televisiones públicas disfruten de unas vacaciones de lujo y lujuria pagadas por los esquilmados ciudadanos del continente. La música y la unión de los pueblos es su patética excusa. Nada relevante en lo artístico ha surgido de ese escenario, descontando el encantador grupo Abba; pero eso fue en la década de los setenta, cuando los torneos cancioneros tenían sentido para la industria discográfica o remediaban las penurias festivas tras el período del hambre. El sueño luminoso de la culta Europa se ha ido al carajo y sobre sus restos calcinados se alza la corrupción de las instituciones comunes y el feísmo macarra. Nos queda el bodrio de la Europa de las canciones como boba distracción.

Sesenta años cumplió el sábado el festival, acogido por Viena y con un invitado exótico, Australia. Quizás en el próximo veamos a Osetia del Sur o China. ¿Y por qué ganó Suecia? Porque nunca vence la mejor canción, esta vez la de Chipre. No se puede tomar en serio un evento que juega con la escenificación digital para transformar una mediocridad en producto exquisito. A Edurne, la representante española y de vasquísimo nombre, ni siquiera le valió ese artificio y acabó miserablemente en la cola. Entre Operación Triunfo, de donde procede, y Eurovisión hay una diferencia de tamaño. El concurso de la tele es una franquicia conceptual del show europeo, y Edurne no tiene sitio fuera del mercado local y las verbenas. Es hierática y plana. Y la música, más que un arte, es la universidad de las emociones: las descifra, las educa, las sublima?

Europa sigue creyendo, como El Quijote, que quien canta sus males espanta; pero no, los trastornos de Europa -la tiranía alemana y la humillación financiera de los pobres- no se resolverán cantando. Lástima de esta Eurovisión desalmada. Si Europa fuera inteligente y compasiva habría ganado Grecia.