Cárceles: una realidad olvidada
siempre hay temas tabú, sobre los que pasamos de puntillas, y más aquí, en este país, en Euskadi, tan politizado que hasta quedas aparentemente contaminado o etiquetado por el periódico que llevas bajo el brazo o incluso por la indumentaria callejera, porque seguimos siendo muy tribales, vivimos compartimentados y encorsetados en clichés sociales y políticos pétreos, inalterados y parece que incluso inalterables. Hay temas de poco glamour reflexivo, pero aprovecho el reducto de libertad que supone esta columna de reflexión para aludir a la situación, penosa en general, de las prisiones, y reivindicar, una vez más, la materialización del traspaso de esta competencia, que simboliza el compromiso social, institucional y político con un ámbito de poco prestigio intelectual, de poca venta mediática pero de gran calado para nuestro concepto integral de Administración vasca.
Y no me refiero esta vez solo a la dimensión vinculada a la interpretación de excepción que se realiza con respecto a los internos de ETA, a la cicatera lectura que en términos de derechos realiza la Administración española y los tribunales adscritos a la misma. No hablo hoy de esta injusticia, la del alejamiento, vulneración de derecho y de derechos sostenida y mantenida en el tiempo como una suerte de imposición vengativa para demostrar quién manda. Pretendo centrar la reflexión en la propia vida en el seno de las prisiones, y la inviabilidad del objetivo resocializador que supuestamente debe inspirar la práctica penitenciaria. Nos creemos primer mundo, y las prisiones nos devuelven como espejo insalubridad, masificación, discriminación, frecuentes malos tratos, todo ello lejos de nuestras miradas y de los ortodoxos discursos sobre Derechos Humanos.
El fracaso del sistema penitenciario representa en realidad nuestro fracaso como sociedad, y el endurecimiento de la legislación penal rebosa dosis de demagogia política. Cabe aportar un ejemplo para la reflexión, que recientemente sugería con acierto David Trueba: el ministro español de Justicia presentó hace un par de semanas la nueva reforma del Código Penal, una nueva vuelta de rosca sancionadora en el endurecimiento de las penas, rodeado de familiares de víctimas crímenes espantosos. Si reflexionamos sobre la intención que movió a diseñar esa estudiada imagen, la respuesta es clara: se buscaba un gesto mediático para hacer incontestable la nueva y dura norma penal. ¿Qué pensaríamos si se hubiera presentado esa misma norma rodeado de personas que se ha reformado tras pasar por la cárcel? ¿Por qué, de facto, el sistema penal y penitenciario español y la propia Administración parecen haber renunciado a su responsabilidad de reinserción? ¿Cabe admitir que se asocie a los internos en prisión con pecios hundidos sin posibilidad de retornar a la superficie, a la vida social?
¿Es la prisión un mero lugar de almacenamiento de materia humana que haya cometido delitos o crímenes o realmente se orienta a preparar la reinserción, la preparación para el reencuentro de la persona penada con la sociedad? En varios de los informes realizados por el comisario para los Derechos Humanos del Consejo de Europa se ha denunciado la “tremenda sobrepoblación” que sufren muchas de las cárceles. Y con demasiada frecuencia la gente no quiere (no queremos) ni oír hablar de lo que pasa en las cárceles: masificación, edificios en muchos casos obsoletos y deteriorados, a lo que se suma problemas sanitarios o de propia inseguridad en el seno de las prisiones.
Vivimos plácidamente a partir de la hipocresía social consistente en afirmar con vehemencia la vigencia de los derechos humanos y a la vez mirar para otro lado, en la comodidad de quien entiende realmente la prisión como, con perdón, mero estercolero social.
Debemos rebelarnos cívicamente contra muchas injusticias, y seguro que muchos de quienes se acercan a este comentario pensarán que hay cosas y problemas más importantes de los que ocuparse, pero al menos proyectemos nuestra mirada crítica hacia este decrépito e impresentable sistema penitenciario. No es un problema político, es social.
Quisiera lanzar una voz de apoyo y ánimo a las personas e instituciones que vuelcan sus esfuerzos en denunciar esa situación y en tratar de dignificar y humanizar la vida en prisión y que, al menos desde esta pequeña atalaya, emerja en medio de la precampaña electoral este debate, más social que político.