Ética y política: ¿realidades incompatibles?
lA secuencia de escándalos de corrupción, nepotismo y conductas desviadas de un cierto patrón ético de conducta en el ámbito de los asuntos públicos constituye una pesada losa para la política y para quienes la ejercen. Solo desde una regeneración anclada en valores que resulte creíble y sostenida en el tiempo podrá recuperarse el prestigio perdido del mundo de la política. Existen instrumentos legales para frenar esta secuencia de escándalos. Lo que es necesario es materializar tales previsiones, ejercer una presión interna desde cada formación política para ser intransigentes ante conductas que desvirtúan la esencia de la política y que provocan malestar e indignación en la ciudadanía.
En un contexto de acentuado desapego social frente a la clase política este tipo de escándalos contribuyen, además, a exacerbar reacciones populistas y demagógicas. Una de ellas consiste en generalizar el discurso de que toda la clase política se corrompe y que todos los partidos reaccionan del mismo modo ante escándalos de corrupción. Para la credibilidad de aquellos dirigentes políticos que no miran hacia a otro lado o que no contemporizan ante escándalos de tal magnitud es necesario, más que nunca, trasladar a la ciudadanía un mensaje de confianza y de firmeza, dejando a la justicia que actúe y clarifique eventuales responsabilidades.
Ojalá este fortalecimiento de un creciente compromiso cívico en defensa de lo público sirva para regenerar el clima de la política y rescatar la confianza de los ciudadanos en su clase dirigente, porque la sensación de corrupción generalizada ha conducido a que la ciudadanía eleve los criterios de valoración de conductas y comportamientos valorados como aceptables en el ejercicio de la política desde un punto de vista ético, llegando a veces injustamente a niveles casi inquisitoriales en esta inercia social orientada hacia la estigmatización de toda la clase política.
¿Han aumentado los casos de corrupción o es que afortunadamente se investiga y se denuncia más y mejor? ¿La percepción social es la misma ante tales conductas que hace años? Es claro que no, porque en realidad la crisis económica ha modificado nuestra percepción de esta dimensión pública, de forma que conductas que antes pasaban inadvertidas o incluso eran toleradas se han convertido ahora en algo insoportable y en una fuente de indignación para la ciudadanía. Los ecos de esta crisis económica se extienden a la dimensión política con un profundo desgaste de las instituciones políticas a cuyo descrédito contribuye sin duda la secuencia de casos y escándalos conocidos.
La nueva política que debe brotar tras la catarsis provocada por esta conjunción de crisis económica, política y de valores debe basarse en la personalización, en la valoración de las propiedades personales de quienes practican la política. Una coherencia vital e ideológica entre su discurso y su actuación profesional y vital será más valorada socialmente que la brillantez o la épica de su discurso como político o gestor público. La ejemplaridad, la honestidad, su competencia personal y profesional y la confianza que despierte el político serán claves en términos de adhesión ciudadana a su proyecto político.
La ética y la conciencia privada son importantes, sin duda, pero nuestras legítimas exigencias democráticas superan la mera conciencia privada, son más amplias que el hecho de actuar dentro de los márgenes de lo jurídicamente irreprochable. El parámetro de valoración de la política y de los políticos no puede ser el Código Penal. Entre lo penalmente sancionable y el ámbito privado de conciencia debe alzarse también una ética pública. La ética marca los límites de la política, pero no sustituye a esta.
Un gobierno ha de ser éticamente intachable, no puede haber un buen gobierno ni un buen político si no se respetan unos mínimos éticos, pero la ética sin más tampoco garantiza la buena política. Lograr el equilibrio entre el componente ético, el liderazgo, la gestión eficiente, la correcta jerarquización de actuaciones y actuar bajo principios de buen gobierno capaz de aglutinar consenso ciudadano dará como resultado un buen gestor de la cosa pública.
Y para todo ello, para la regeneración de la política, para creer y confiar de nuevo en la política y en los políticos necesitamos una conciencia ciudadana que conduzca a la necesaria y previa regeneración institucional.