y menos en pelotas. Esta podría ser la metafísica razón de Adán y Eva, el reality de Cuatro en el que los participantes, ellos y ellas, se muestran completamente desnudos, aunque la cámara -por imperativo legal- evita detenerse en las perturbadoras zonas que el pudor exige ocultar a la mirada pública. Para ser una propuesta que no posee, superficialmente, más originalidad que la visión de los cuerpos desnudos, su aceptación es muy alta, con audiencias medias de tres millones de espectadores y una cuota de pantalla del 18%. ¿Existen tantos voyeristas o morbosos mirones? No lo creo. Lo que se deduce del programa es que la interacción entre personas desvestidas es inquietante, después de que los humanos, tras miles de años de evolución, hayamos aprendido a reconocernos con el auxilio del variopinto universo de la ropa, abalorios, maquillajes, olores y colores, que más que blindarnos nos significan y retratan. Sin la imaginación interpretativa que ofrece cuanto nos cubre, el mutuo conocimiento entre hombres y mujeres es ineficaz. Desnudos comunicamos más bien poco.
El reality tiene esta interesante teoría: la desnudez desarma nuestra capacidad de relación y por mucho que el sexo, a la intemperie, parezca aproximarnos, en realidad nos simplifica. ¿Qué hacer sin la sutileza de los estilos de vestir y sin los referentes que proyectan la elección de nuestra particular forma de arrebujarnos? Este es el drama de los concursantes: desprendidos de la información añadida a la personalidad, tienen que buscar los indicadores en otros territorios, como los gestos y las palabras. Y así la evidencia física del sexo es puro aburrimiento. O infantil frivolidad. Es como regresar a la tribu, donde nadie era diferente y se vivía en igualdad salvaje.
Por eso, el gran momento del reality es cuando, al final, los concursantes vuelven a verse, pero ya vestidos. La expresión de sorpresa y admiración entre ellos demuestra la riqueza de la evolución humana posnudista. En conclusión, Adán y Eva acabaron mal por haberse conocido en bolas.