EL barón Stanislaw Jerzy Lec, un noble judío de ascendencia polaca dejó escrito un aforismo digno de las más enrevesadas películas de juicios. Stanislaw afirmó que uno muriera no prueba que hubiese vivido. Ya imagino la pregunta del togado: ¿en realidad estaba vivo el muerto? Y los ojos del jurado mirándose entre sí, al acusado y a la cámara, con ojos abiertos como besugos y la sensación de que van a vivir una larga deliberación.

La inmensa mayoría de los propietarios que están detrás de las pruebas que se acumulan en los almacenes de la calle de los horrores (la planta -2 de la Audiencia provincial de Bilbao, para más señas...) darían lo que fuese por no tener que declarar esos bienes en su inventario. Las huellas que dejaron tras sus crímenes duermen hoy sobre los objetos más inverosímiles. Y visto todo aquel ajuar en conjunto más parece el almacén de una vieja tienda de coloniales o de un bazar chino que un museo de los horrores. ¿Cómo pensar que algunos de esos objetos de frágil apariencia son testigos de horrendos asesinatos? Da un escalofrío solo con imaginárselo.

El peso de la prueba duerme en esta sala, mientras en las estancias de la imaginación de los culpables pajarea la fórmula más eficaz de deshacerse de la incómoda arma del crimen. De entre todas las formas posibles, me voy a quedar con una que nos ofreció el cine. Les hablo de Un cordero que llevan al matadero, uno de aquellos legendarios cortometrajes de Alfred Hitchcock que el cineasta inglés presentaba con lúcidos entremeses cinematográficos. Aquel capítulo se resume rápido: una esposa humillada encuentra la salvación a los abusos de su marido, un policía adúltero, en una pata de cordero congelada con el que le arrea un garrotazo descomunal. Cuando la policía llega a su casa a investigar la muerte, la mujer les obsequia con un suculento estofado, ya me entienden. Basado en una historia de Roald Dahl, ese episodio muestra algo que parece olvidado: la simplicidad es la madre del ingenio.