érase un país que vivía con atraso. Se levantaba tarde, almorzaba tarde, trabajaba hasta muy tarde, cenaba tarde y se acostaba tardísimo. Vivía mal, insomne y perezoso. Y aunque eso ya ocurría antes de que la televisión invadiera sus hogares y los convirtiera en zombis, aquel retraso condenaba a la gente a un déficit de sueño y a otros desajustes personales y familiares. Intentaron modificar sus irracionales horarios, pero se impuso la Spanish way of life, un sentimiento castizo, justificativo de sus complejos de inferioridad. Hoy algunos creen que tan absurda costumbre de hacerlo todo tarde -y mal- cambiaría si se adelantara el prime-time de la tele, el horario principal que va de las 20.30 a las 24.00 horas, con puntas de audiencia de hasta 24 millones de espectadores un día cualquiera.

El propósito, entre utópico y colosal, es adelantar el cierre de los programas estrella a las 23.00, comenzando esta franja horaria a las 20.00. Pero las cadenas privadas y públicas no están por la labor. Y no por un sentido conservador, sino porque creen que es inútil si no se modifican todos los horarios al mismo tiempo. ¿De qué serviría, dicen, el adelanto televisivo si gran parte de las jornadas de trabajo se extienden hasta las 19.00? ¿No tendrían que alterarse también las horas de comer y cenar? Hay que reformarlo todo y todos a la vez. Como el fútbol en abierto, que no debería programarse a las 22.00 sino seguir la estela de las competiciones europeas que arrancan a las 20.45.

Ingenuamente, piden a la tele que haga de tractor del cambio. Los grupos mediáticos temen que esta transformación unilateral provoque una fuga de espectadores y merme sus ingresos. Y sin embargo, tienen entre ellos a alguien que puede remediar el caos: la publicidad. Sí, la publi, que es la que manda y financia el tinglado. Bastaría con la difusión de una gran campaña de mentalización pública y arrastrar al negocio audiovisual y la sociedad a vivir una hora antes. Es decir, a ganar una hora más de vida. Se desconoce si se aplicarán el cuento.