gUARDAR los secretos propios y respetar los ajenos son cumbres de la grandeza humana, donde solo al arte y a la literatura le cabrían la delicada misión de descubrir, debidamente sublimado, cuanto se oculta en el corazón. La intimidad y sus hermanos menores -pudor, rubor, discreción y decoro- nacen del mismo tronco de la dignidad. ¿El hogar entra en la categoría de lo privado? Desde luego que sí y por eso es un ámbito reservado a unos pocos amigos y a la familia. La tele ha llamado al timbre de las casas en busca del vecino con baja autoestima y dispuesto a enseñarlo todo. ETB tiene los jueves un espacio para este exhibicionismo primario. Se llama Ongi etorri, casas con encanto y lo presenta Patricia Gaztañaga. El espectáculo del mal gusto o lo kitsch no está en lo aparatoso de salones, jardines, baños, cuadros y piscinas, sino en el orgullo y la presunción con que los propietarios lucen a cámara sus residencias y otros objetos, como los hijos y el perro. Es la jactancia paleta.
¿Qué hace que una persona sienta la necesidad de mostrar a la curiosidad pública el secreto de su hogar? Un cierto carácter exhibicionista, obviamente. Nadie debería exponer la intimidad del lugar donde vive, por la misma razón que no se desnudarían en la calle. Es verdad: si hay exhibicionistas es porque existen los mirones; pero ni unos ni otros habitarían el planeta si nuestra sociedad cuidara el tesoro de la identidad personal. Somos de carne y hueso, no de cristal.
Hay quien se escandaliza de que la televisión pública dé cabida a la ostentación de los casoplones y pisos formidables, porque esto ofende, por antiestético e inmoral, a las víctimas de la crisis y el paro en Euskadi. Es una razón muy sensible; pero no es el problema principal. Es la sobrevaloración de la apariencia y el equívoco de la trasparencia. No se aprende decoración ni el arte del buen vivir en las visitas de Patricia a las mansiones vascas. En realidad, nos enseña lo estúpidamente vulgares que son la vanidad y el dinero. Vulgares no, lo siguiente: horteras.