Sabíamos que no iba a ser fácil
EN un país de la Unión Europea y en el siglo XXI, la situación de paz debería ser una realidad natural y una condición normal. Las penosas circunstancias que durante cinco décadas se han vivido en Euskal Herria desmintieron ese estado lógico de nuestra calidad de enclave europeo, y nadie puede negar que la sociedad vasca ha padecido durante todos estos años una situación anormal de violencia.
Quizá por haberse liberado de la amenaza más directa, desde el 20 de octubre de 2011 esa misma sociedad ha dado por superada la larga etapa del miedo, del sobresalto y de la angustia. La paz ya es una realidad en Euskal Herria, y así lo asume la ciudadanía con alivio, sin mayores inquietudes sobre su confirmación oficial. La sociedad se ha desentendido de los detalles "técnicos" del final del conflicto que, a fin de cuentas, deberán ser resueltos por los políticos. Aquí ya no hay tiros, ni bombas, ni extorsiones, ni amenazas; y ello es suficiente para que la ciudadanía perciba que vive aliviada y en paz.
Pero en el entendimiento entre las partes protagonistas que, en realidad, es el entendimiento entre los políticos, es donde estamos encallados. El cese de la lucha armada por parte de ETA fue unilateral e inesperado por la otra parte, es decir, el Gobierno español, la mayor parte de los partidos, los colectivos de víctimas y los frentes mediáticos, todos ellos tractores de un estado de opinión preparado para la hostilidad. Ha encallado la certificación de la paz, porque ni el Estado está dispuesto a reunirse con ETA y aceptar su desarme y su disolución, ni ETA está dispuesta a desarmarse y disolverse sin ningún rendimiento, siquiera simbólico, por sus cincuenta años de lucha.
No va a ser fácil desencallar este anquilosamiento de la situación y, aunque la percepción de la sociedad es que la paz ya está asentada desde hace dos años, la realidad es que esa paz no acabará de asentarse mientras cada una de las partes no den los pasos necesarios para oficializarla. Por eso, siguen siendo necesarias las iniciativas puestas en marcha desde colectivos como Lokarri, las implicaciones de agentes internacionales, la intermediación del Gobierno vasco y cuantos proyectos se dinamicen en esa dirección hasta lograr la certificación oficial de la paz.
Y si este aspecto de la normalización del país presenta dificultades, más complicado va a ser resolver la otra consecuencia del desastre, el profundo deterioro de la convivencia. El abismo creado entre víctimas y victimarios, las trincheras abiertas entre quienes practicaron y alentaron la violencia y los que la padecieron, nos obligan a reconocer una realidad complicada que solamente con el acercamiento entre las partes podrá ser transitable. Han sido muy profundas las heridas, muy atroces las violaciones de los derechos humanos más elementales, como para que en una sociedad tan pequeña como la vasca no se hayan abierto abismos de convivencia que parecen insalvables. Más aún cuando se siguen alimentando enconos en cada colectivo para mirar sólo por los suyos, sin ningún ánimo de reconciliación.
Es descorazonador comprobar -y solo voy a referirme a hechos recientes- la devastadora secuencia de "acción-reacción" que nos aleja de cualquier esperanza de convivencia. Es una fatalidad que sigamos asistiendo al desencuentro permanente, a la contraprogramación de una Conferencia de Alcaldes para Construir la Paz a la que no asisten unos, mientras al mismo tiempo se celebra un homenaje a las víctimas de ETA al que no asisten otros.
Al parecer, está a punto de conocerse la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos rechazando el recurso del Gobierno español a su anterior sentencia que declaraba ilegal la doctrina Parot. Es posible, por tanto, que antes de fin de año puedan estar en la calle una cincuentena de veteranos y míticos presos de ETA tras casi treinta años de prisión. Unas excarcelaciones que seguirán en goteo continuo en el próximo futuro. Hagamos un esfuerzo de imaginación y nos encontraremos con un rosario de homenajes que enardecerán a los extremos más intransigentes de las dos partes en conflicto. Es difícil aceptar que se crucen en la calle víctimas y victimarios como si aquí no hubiera ocurrido nada.
No es de recibo que Iniciativas puestas en marcha desde las instituciones, los partidos y colectivos diversos que se vienen prodigando, hasta hoy sin demasiado éxito, tropiecen con el escollo al parecer insuperable del inmovilismo, del empecinamiento, de la intransigencia y el interés partidario.
No va a ser fácil, por supuesto, que cada parte haga una lectura crítica de su pasado. No va a ser fácil, pero no queda otra salida, transmitir hasta los dos extremos más distantes y hoy más intransigentes la absoluta necesidad de la empatía para resolver nuestro real problema de convivencia.