Sin citar la fuente, el Tribunal Constitucional (TC) ha afirmado, en defensa de su presidente Pérez de los Cobos, que la obligación de "imparcialidad" que la Ley impone a sus magistrados no equivale a neutralidad, argumento con el que rechaza las recusaciones por falta de objetividad que fueron presentadas por la Generalitat de Catalunya y su Parlament. Y digo que el TC se abstiene de citar la fuente en que se ha inspirado para esta ocurrencia argumental porque tal reflexión se basa en el excelente ensayo de Umberto Eco, A paso de Cangrejo (2007, Editorial Debate). Si se lee con atención el texto original en el que se ha inspirado el TC para tratar de encontrar un asidero o fundamento hermenéutico no jurídico en defensa de su cuestionado presidente puede comprobarse que el intelectual Eco nunca osaría legitimar o justificar de esta forma el desatino ético que supone la militancia activa en un partido político (PP) del presidente del TC.
Este binomio (imparcialidad-neutralidad) no puede ser utilizado sutil pero sesgadamente, como se ha hecho, para salvar la cara y la imagen de un juez -nada más y nada menos que el presidente del TC- que sí ha tomado partido, que sí se ha posicionado en uno de los dos lados en controversia. Luego ha pasado a ser juez y parte, y debería haber sido recusado y apartado de sus funciones y sus decisiones deberían haber sido anuladas de forma sobrevenida por parciales e injustas. Un juez, en su papel de dictar justicia mediante sentencias aplicando la ley, debe ser siempre imparcial y neutral.
Cabría proponer un ejemplo que permita entender el desatino que supone proyectar esa argumentación filosófica al ámbito del ejercicio de la justicia: yo, como ciudadano, puedo dejar de lado la neutralidad, es decir, puedo y pretendo tomar partido, no ser neutral (por ejemplo, inclinarme, en relación al ámbito de la paz y la convivencia, a favor de la causa de las víctimas) y puedo, sin embargo, tratar de ser imparcial, con el fin de examinar las circunstancias que concurren en otros inadmisibles ataques y vulneraciones de libertades y derechos civiles y políticos que, situados obviamente de forma jerarquizada por debajo del derecho a la vida, son igualmente susceptibles de crítica, y poder así en definitiva dar o quitar razones a unos y otros. Pero si yo debo ser quien juzgue resuelva judicialmente tales conductas no puedo permitirme el lujo de no ser neutral, porque tal falta de neutralidad viciaría, contaminaría mi juicio, me faltaría la objetividad necesaria para aportar la tutela judicial efectiva que proclama la propia Constitución.
Y puestos a hablar de confianza en la justicia, ese abstracto concepto que, como todo en la vida, cobra sentido solo cuando se proyecta sobre el caso concreto y solo cuando es ejercida por personas con nombre y apellidos, cabría preguntarse cómo pueden fiarse los ciudadanos de un magistrado del TC, su presidente, que omite su afiliación activa y vigente al PP cuando acude al Parlamento para que este examine su iter vital y profesional y poder así apreciar su idoneidad para ostentar tan elevado cargo. O cómo puede estimarse imparcial, por ejemplo a la hora de juzgar la cuestión catalana, a un magistrado que, como el presidente Pérez de los Cobos, se ha permitido afirmar que "la única ideología capaz de seguir produciendo pesadillas es el nacionalismo".
La pregunta que debería responderse es: ¿se trata de un ciudadano más, puede englobarse esa manifestación u otras más "gruesas" bajo el manto de la libertad de expresión?; ¿ la afiliación viva del presidente del TC al PP de forma simultánea al ejercicio de su máxima función como presidente del TC debe quedar amparada formalmente bajo la concreción del derecho de asociación?; ¿hay o puede haber impunidad moral bajo el supuesto respeto formal a la legalidad?
Todo juez, como toda persona, tiene una ideología. Tiene criterio. No tiene, por supuesto, la mente vacía. Este argumento, tan retórico como insulso, es empleado también por el propio TC para justificar lo inadmisible en un supuesto Estado de Derecho, y no permite en ningún caso justificar esta flagrante vulneración de principios que han de estar anclados en el ADN del sistema judicial, más aun en el marco del TC, órgano judicial que dirime y resuelve, mediante su interpretación de la Constitución, conflictos de naturaleza y relevancia política. ¿Puede estar legitimado para continuar con esa labor de árbitro supremo del sistema constitucional alguien que osa mofarse de Catalunya afirmando que "no hay en Catalunya acto político que se precie sin una o varias manifestaciones de onanismo?".
¿Podemos los ciudadanos y las instituciones tener confianza en este TC? ¿Son conscientes del grave riesgo de quiebra del sistema, basado en la confianza recíproca, generado por una resolución judicial como la adoptada por el Tribunal Constitucional al apoyar a su presidente, decisión que huye de la realidad percibida por todos los ciudadanos? ¿Cómo puede mantenerse al frente del TC alguien que ha perdido la batalla ética de la justicia?