VEINTICINCO años atrás, la ciudad era un destino relativamente remoto y exótico. Entonces se viajaba menos en avión y también era más caro hacerlo. Cierto es también que la atención que se recibía en el viaje, la comida que servían, era mucho mejor. ¡Hasta se podía fumar! Por aquel entonces, muchos famosos habían ya pasado por allí y conocíamos los encantos de la ciudad por películas y reportajes, pero era poco habitual que a los ciudadanos corrientes el destino nos condujese hasta allí. A mí me llevaron las Matemáticas que, como es bien sabido, están en todas partes.
En aquella época, un salto transoceánico era toda una aventura, no usábamos internet y todo era más difícil. Conseguir un billete a precio razonable, un contacto en el lugar de destino para un transporte seguro del aeropuerto al hotel, un teléfono en el que a uno le pudieran localizar en caso de emergencia? Todo era más complicado. Muchas veces, las gestiones se resolvían a golpe de teléfono y resultaba carísimo hacerlo. Recuerdo las dificultades de comunicación con la desaparecida compañía aérea de bandera Varig, que quebró en 2006. Me pedían el apellido y cuando se lo decía me rogaban que no repitiera las sílabas, que lo dijese solo una vez, pues les confundía. Al final mi billete llegó a nombre de Zua y fue todo un lío. Pero a pesar de todo se viajaba, uno iba y casi siempre volvía, pero no siempre.
Hablamos, por supuesto, de Río de Janeiro, ciudad famosa por el carnaval, por la música de bossa nova, por el culto al cuerpo, por sus playas? Pero también por sus Matemáticas.
Tras la angustiosa espera de la maleta, la primera sensación al salir de la terminal, ya en el nuevo continente, resultó inolvidable. Aquel aire era único, mezcla de calor, humedad, salitre, bocinas y algo más difícil o imposible de identificar para un europeo al poner el pie por primera vez allí. El misterioso ingrediente eran los gases emitidos por los coches que se propulsaban con un combustible extraído de la caña de azúcar y que impregnaba el aire con un sabor dulce, de jarabe. En la época, el chiste era que tanto coches como conductores consumían caña de azúcar, pues ésta sirve también para destilar la cachaça con la que se preparan las famosas caipirinhas. Hoy rige en la ciudad una ley seca severísima que hace que nadie que vaya a tomarse una caña, un chopp, salga en coche. Todo un símbolo de un cambio radical de valores.
En cualquier caso, la mezcla de gases resultaba eficaz y con una sola bocanada uno se sentía ya en proceso de integración en esa nueva realidad, a la vez que el clima expandía las tuberías de nuestro sistema cardiovascular.
Mi colega me llevó en coche hasta el hotel. Yo le llamaba Carlos hasta que amablemente me pidió que le llamase Fred. Su nombre completo era Carlos Frederico. ¿Cómo podía yo imaginar que debía llamarle por su segundo nombre? Luego fui descubriendo que ese tipo de inversiones eran habituales en portugués y que de hecho allí el primer apellido era el de madre, el segundo el del padre, pero que la gente normalmente se llamaba por el segundo, de modo que el de uso frecuente acababa siendo el del padre.
De camino, hablamos, claro, de Matemáticas. Pero mi interlocutor me veía despistado y me preguntó qué era lo que tanto me sorprendía que no dejaba de mirar por la ventanilla. Le dije que era aquel contraste de viviendas de lujo con piscinas y terrazas de película y las chabolas de las favelas. Fue cuando me explicó que esa era la definición del tercer mundo. El tercer mundo, me dijo, no se caracteriza por que todo el mundo sea pobre sino porque una mayoría muy pobre convive, casi puerta con puerta, con el lujo de los más escandalosamente ricos. Para mí era algo nuevo al haber vivido siempre en Europa.
Era la época de la hiperinflación que podía alcanzar el 30% o el 40% al mes. ¿Qué significaba eso? Que si uno pagaba una semana 10 por lavar la ropa en la lavandería, la siguiente podían cobrarle 12 o 14. La primera vez que me pasó, indiqué al vendedor que se había equivocado al devolverme cambio de menos. Me miró sorprendido. Tardamos en entender mutuamente que para él los precios cambiaban cada día o cada semana mientras que para mí eran mucho más duraderos.
La hiperinflación hacía que la gente hiciese cola en los bancos cada mañana para renovar su depósito, que daba intereses cada media noche. También, a consecuencia de ella, los precios se multiplicaban por 10 cada año y cada tres se cambiaba de moneda pues lo que era un billete grande, 1.000, acababa teniendo el valor de una unidad.
Pero a mí lo que más me sorprendió fue la vegetación. Yo estaba acostumbrado a robles, hayas y pinos y la majestuosidad de los árboles del Jardín Botánico me impresionó. Mi amigo Rolci vivía en una casa en la isla del Gobernador, al lado de la isla del Galeao, donde se ubica el aeropuerto internacional. En su minúsculo jardín lucía un elegante bananero. Me explicó que no necesitaba regarlo. Lloviera o no, la naturaleza se encargaba de nutrirlo, incluso en medio de la hermosa bahía de Guanabara, muy contaminada en aquella época y aún hoy. Le pregunté cuántos años tenía la planta y no entendió mi cuestión. Yo le dije que aquí un árbol de esa altura necesitaría de 6 a 10 años para crecer. Él me explicó que varias veces al año, cuando veía que estaba lleno de bananas, lo cortaba a ras de suelo con el machete hasta que volvía a crecer tres metros y a llenarse de bananas.
Esa rápida inmersión en Río constituyó un choque cultural en toda regla, una colisión múltiple. Pero esa experiencia era común a todos los europeos y norteamericanos que llegábamos allí, de los cuales no pocos eran atraídos por las Matemáticas, que siempre tuvieron y siguen teniendo tradición y varios puntos de referencia en la ciudad. Tan sistemático era ese choque cultural que en 1992 se publicó, con gran éxito, el libro How to be a Carioca (Cómo ser un carioca). Para mí, hasta entonces, carioca era un pez que comíamos en vigilia o la marca de las cajas de pinturas, pero allí era el apodo de las habitantes de la ciudad.
En el libro, escrito con un estilo ligero, fácil de leer, divertido, e ilustrado de manera cómica, su autora, Priscilla Ann Goslin, americana de Minnesota que, habiendo llegado a la ciudad, decidió como otros muchos quedarse, desgranaba algunas recomendaciones, en modo de caricatura, que resultaban y resultan aún hoy extremadamente útiles a quien decide convertirse en carioca.
Por ejemplo, los hombres, al salir del agua en la playa nunca deben secarse con la toalla sino sacudirse el agua como los cachorros. Tampoco deben tumbarse sino permanecer de pie, como faros, mirando alrededor y conversando con los amigos. De lo contrario, uno es inmediatamente identificado como extranjero y eso hace que le caigan encima todos los vendedores de souvenirs. Otro capítulo del libro se dedica al jeitinho, algo así como la maña, esa manera peculiar de los habitantes de la ciudad de hacer las cosas con simpatía, con sonrisa, con encanto, que permite hacer realidad lo imposible: que te abran las puertas del autobús aunque no estés en la parada, que te permitan entrar al teatro aunque llegues un poco tarde, que un profesor se apiade de ti cuando te faltan unas décimas para aprobar, que el policía te perdone una multa...
La sociedad brasileña ha cambiado mucho en estos años y para mejor. Las dos legislaturas de Fernando Henrique Cardoso primero, las de Lula da Silva después, y ahora el ejecutivo de Dilma Rousseff, han acabado con la hiperinflación y reducido drásticamente la injusticia social. Los programas de salud pública, que entonces se denominaban coloquialmente morte lenta, han mejorado ostensiblemente y se ha hecho un gran esfuerzo en políticas de fomento a la educación.
Hace unos días, Sao Paulo, motor económico del país, líder en América latina y referente mundial, y no solo en fútbol, anunciaba la creación de 17 nuevos centros de investigación. Tres de ellos en el ámbito de las Matemáticas, con orientación a la industria, la computación y las neurociencias respectivamente. Pero también en estos días ha prendido la llama del descontento en varias ciudades de Brasil, viva prueba de que es difícil que en el camino de la convergencia hacia una sociedad del bienestar, tal y como la conocemos, no arrastremos también la tensión y la frustración que generan sus contradicciones. Una seria llamada de atención para quienes tienen la responsabilidad de conducir el país en la senda de la transformación.
Este fin de semana voy a subir al trastero a ver si encuentro mi copia del libro. Se lo voy a regalar a mis hijas pues es muy probable que algún día recalen en la ciudad y, quién sabe, tal vez lo hagan no para cooperar al desarrollo como hice yo, sino para forjarse un futuro profesional. El mundo se ha dado la vuelta como un calcetín en estos últimos 25 años. Es preciso darse cuenta de ello pues en los próximos 25 volverá a hacerlo y conviene que en esta ocasión caigamos de pie, como los gimnastas olímpicos, y no de cabeza como los obuses.
Una cosa es casi segura, a pesar del cambio climático y la cada vez más imprevisible meteorología, nuestros robles nunca crecerán tan rápido como la floresta carioca.