Escribió un poeta sobre las tardes de puerto y desamparo errante de los muelles y otro habló de la nostalgia y en metáfora: "Abandonado como los muelles en el alba...". La conclusión es que los poetas son unos llorones que solo acuden a los muelles a echar el lagrimón. No es caso que hoy nos ocupa, porque Bilbao ha traficado, durante años, con un caudal de riquezas que llevaban y traían las mareas, siempre al pie de los muelles de la ría que ya tienen las costillas casi quebrantadas de tanta fatiga. No en vano, desde finales de los años veinte no se han revisado los pilares ni una estructura que, con tanta humedad, habrá contraído reúma, digo yo.
Antaño, ya digo, Bilbao se asomaba a los muelles para trabajárselos, dicho sea en el sentido más noble del término. Estibadores, gruistas, mercantes marinos, transportistas de la mar y algún que otra pareja que buscaba, en la soledad y en noche, intimidad para sus horas furtivas; tripulantes de barcos de fundición, gasolinos que cruzaban de orilla a orilla, ratas -las hubo, y aún existen, de tamaño pieza de museo...- e incluso aficionados del Athletic que en aquellos felices ochenta, curiosamente los mismos años en los que hizo nombre en el grafiti de medio mundo, Juan Carlos Argüello, con su firma Muelle, se asomaron a esos balcones flotantes para ver pasar la gabarra cargada de leones. Esos fueron los inquilinos habituales de los muelles de Bilbao durante décadas y bien haría el Ayuntamiento en doblar turnos si el Athletic vuelve donde solía, porque se anuncia una marea humana bajando hacia las aguas. ¿Estarán engalanadas las riberas del Nervión para entonces...? Es de esperar que sí, pero nada está garantizado. El destino, que debió nacer un 28 de diciembre, ha querido que esta reforma coincidiese en el tiempo con el año más fructífero de los rojiblancos en los últimos 28.
Así que los muelles, lugares de despedida, el refugio de los poetas llorones, esperan al Athletic como agua de mayo, prestos a lucir relucientes y rebosantes. Y seguros.