Del orgullo a la vergüenza
Hay quien no busca razones para hacer lo que quiere hacer: busca excusas. En esa categoría parecen moverse las partes litigantes de la primera parte, dicho sea en el tono que emplearía el viejo Groucho Marx. Me refiero (una vez más; y van...), claro está, al comité de empresa y a la empresa que no quiere ni oír hablar del comité, al metro que lleva camino de una transformación insólita: pasar de ser nuestro orgullo a nuestra vergüenza.
Durante tanto tiempo se han cruzado juicios de valor en este conflicto (son tan dispares las posturas que da la impresión de que hay un error: no están en disputa por la misma cuestión...), que no es extraño que todo acabe en los tribunales. Uno tiene la impresión de que nueve décimas partes del conflicto se hubiesen arreglado a nada que ambas partes hubiese respetado los turnos de escucha. Suele ocurrir. Cuando un se ve cargado de razones y no se detiene a pensar si las del prójimo son más fértiles que las suyas saltan las chispas. Suele decirse entonces que es alguien de ideas férreas, como si eso fuera un elogio. En verdad, uno sospecha que tanto plomo en las palabras, tanto acero en los nervios para no ceder ni un ápice, tanta ferralla en la disputa para desviar la atención o tantas ideas de hierro, inmóviles, pertenecen a otra era, a la edad del Hommomentalurgicus.
No es ese el tiempo que uno quisiera vivir. La historia nos ha enseñado demasiadas veces que enrocarse, en no pocas ocasiones, conlleva aparejado el despeñarse. Hacia ese punto sin retorno se dirigen quienes gobiernan el metro y quienes lo conducen, que son dos cosas bien distintas.