Qué clase de sentimiento mueve a millones de personas a asistir a una boda a la que no habían sido invitados? ¿Cómo definir esa curiosidad por la pompa cortesana y la solemnidad de las nupcias del segundo heredero de la Corona británica? De acuerdo: es solo un espectáculo, un gran montaje en el que se mezclan la magia decadente de la nobleza y el glamur aristocrático en todo su esplendor. Acepto que William y Kate son un producto de consumo (carísimo, por cierto) y que al pueblo estos magnos acontecimientos le divierten y entretienen sus miserias; pero es innegable que la ceremonia no es ideológicamente neutral, pues promueve el espíritu lacayo de la gente. ¿Que el problema no es una celebración artificiosa sino la monarquía misma, dice usted? Bueno, pero convengamos en que, aun resignados a la excepción democrática de este rancio sistema, se deberían haber minimizado sus efectos perniciosos ignorando con nuestro desdén sus indecentes galas.
Pero no. La televisión sirve al poder con la misma sumisión de un perro a su amo. Ni la crisis (¿o precisamente por ella?) ha podido evitar que el viernes todas las cadenas, sobre todo Antena 3, Telecinco y TVE, pero también las emblemáticas BBC y CNN, se volcaran con la boda boba y su exhibicionismo banal, después de una semana de programas especiales, series y tertulias empalagosas en las que el recuerdo de la madre muerta, la triste Diana, era lo único vivo entre tanto fantasma rosa. ¿Una audiencia de 2.000 millones de espectadores? Menuda mentira, una más en esa farsa obscena de vestidos, joyas, sombreros, carruajes, tañido de campanas y boato medieval.
Mi cálculo al presenciar la tediosa función era averiguar cuántos de los mirones se mofaban del circo real y cuántos se sentían admirados o, peor aún, emocionados por el desfile de lujo y celebridades. El mundo se dividía el viernes entre la higiénica risa de los dignos y el servilismo emocional de los simples. Si estaba usted entre los sarcásticos, enhorabuena; pero si era de los que se conmovieron, le compadezco.