La nueva ronda de negociaciones de la comunidad internacional (los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad más Alemania) con el Irán para conseguir de este último garantías de que no fabricará armas nucleares es una especie de misión imposible de la diplomacia.
Por una parte, la seguridad del mundo requiere la exclusión de las naciones pequeñas y medianas de la posesión de arsenales nucleares. Y por otra parte, las humillaciones sufridas por Teherán a manos de las grandes potencias a lo largo de dos siglos impiden a cualquier Gobierno iraní ceder ahora ante las exigencias de la ONU.
En estas condiciones sorprende que se haya abierto otra ronda de negociaciones, pero las sanciones económicas impuestas al Irán están comenzando a asfixiar a este país y a las grandes potencias no les interesa una crisis aguda en el Oriente Medio. Con la obtención más o menos disimulada del control real de todas las instalaciones nucleares iraníes -para que el país no pueda disponer de cantidades importantes de uranio enriquecido con que fabricar bombas atómicas- la ONU suspendería las sanciones y se podría volver a la normalidad.
Los argumentos occidentales para acorralar a Teherán son muchos. Así, Irán no sólo firmó el tratado de no proliferación del armamento nuclear, sino que su secretismo en el desarrollo de la industria nuclear civil -con las instalaciones en Natanz de centrifugadoras (más de 8.000) para obtener uranio enriquecido, la ocultación de este paso y el boicot a los intentos de vigilancia sobre el terreno por la IAEA (Instituto Internacional de Energía Nuclear)- impide que se crea en la buena fe del Gobierno iraní.
Este no ha explicado ni una sola vea en los últimos diez años porque oculta el desarrollo de su programa nuclear, si realmente carece de objetivos militares. Tanto más, cuanto que no hacen falta instalaciones tan amplias si sólo se quiere obtener uranio ligeramente enriquecido (para investigación y usos médicos). Porque técnicamente las instalaciones iraníes permiten obtener plutonio y los técnicos militares consideran que el Irán dispone ya de 3,2 tn de uranio enriquecido, material suficiente para fabricar 3 bombas nucleares.
Además, las pésimas relaciones de Teherán con el Irak, Israel, Arabia Saudí, los Estados Unidos y Gran Bretaña son de tal calibre, que queda justificada la sospecha de que tras el programa nuclear civil iraní se esconde un programa militar para sus fuerzas armadas.
Naturalmente, los gobernantes iraníes niegan todo esto de plano, pero tampoco dan ninguna explicación satisfactoria. Seguramente, porque la razón de su conducta no se puede hacer pública. Y es que desde la revolución de los ayatolás, esta nación fue dando trompicones político-económicos, fruto de los cuales ha sido identificar la autonomía absoluta en el desarrollo de su política de desarrollo de la energía nuclear cómo un tema de prestigio nacional. Sobre todo, desde que el país es regido por los Guardianes de la Revolución, la conducta de desafío permanente a las potencias occidentales es prácticamente el único punto de coincidencia entre la opinión pública y el Gobierno.
Esta coincidencia se explica con los últimos dos siglos de historia iraní. Británicos, rusos y -cronológicamente, tras ellos- los Estados Unidos han intervenido de forma evidente tanto en la política interior y exterior del país, como en la explotación de sus recursos naturales. ¡Recuérdese que en 1976 los EE.UU. tenían destinados en el irán 24.000 funcionarios con estatuto de inmunidad diplomática!
Los yacimientos petrolíferos fueron negocios casi exclusivos de británicos y norteamericanos. Y cuando a mediados del siglo pasado, el a la sazón jefe de Gobierno, Mossadegh, reclamó para su país un porcentaje mayor de las ganancias petroleras, Londres montó un golpe de Estado que truncó la carrera de Mossadegh y dejó el reparto económico como siempre: el Irán, bordeando las hambrunas y las compañías petrolíferos, pagando dividendos millonarios.