DURANTE un par de meses invadieron los comercios de electrodomésticos como si fueran los hoteles de Benidorm, y deambulaban por ellos como quien busca un camello para calmar el mono. Habían oído hablar del apagón analógico y no estaban dispuestos a quedarse a oscuras consigo mismos, huérfanos de telemagazines y de películas del Oeste. Sobre todo, en las largas tardes de invierno. Compraban a peso descodificadores y televisores planos. ¿A cómo están los 30 centímetros?, preguntaba una. ¿Cuánto me cobráis por sintonizarlo?, suplicaba el otro. ¿Y podré ver el Athletic en tres dimensiones?, aventuraba aquel. Sí..., si vas al campo, le decía el dependiente al borde de la lipotimia. Al final, hubo para todos y desterraron su antiguo televisor, que ocupaba media sala, para sustituirlo por esa maravilla tecnológica que les iba a convertir en aitites del siglo XXI, tal y como decían en los anuncios del ministerio: alta definición, programas interactivos, televisiones locales, documentales punteros, programación a la carta y especializada. Vamos, ¡la rehostia! Pero una vez que el humo de los fuegos artificiales ha desaparecido, y tras muchas horas de zapping arriba y abajo, han descubierto que podrían haberse ahorrado el desembolso. La imagen es más nítida, pero el contenido para ellos no ha mejorado un ápice. Ayer hice un repaso de la TDT y el panorama era desolador. Salvo las cadenas consideradas generalistas en las que se libra la batalla por la audiencia, lo demás es un secarral con un par de emisoras de la derechona cavernaria, media docena de películas y series outlet cuyos protagonistas visten pantalones acampanados, dibujos animados, videoclips y reposiciones varias. Mención aparte merecen las teletiendas: ¿por qué conceden una frecuencia a alguien que la dedica a vender el té chino del doctor Ming, cigarrillos electrónicos y fajas de kevlar para contener las lorzas? Me parece un despropósito. Creo que sólo hay una cosa peor: los concursos telefónicos, aunque esos más bien son de juzgado de guardia.
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