Bilbao tiene su icono gastronómico más allá del pintxo o el bacalao al pil-pil: el bollo de mantequilla. Un dulce que ha acompañado a varias generaciones y que hoy vive entre la tradición y el marketing turístico. Consciente de su popularidad, Mikel López Iturriaga, "El Comidista", ha recorrido la ciudad para poner a prueba ocho establecimientos y separar los bollos que “son nivel dios” de los que “no pasan de normal”.
Una cata exigente
El viaje empieza en Arrese, en plena Gran Vía. “Se abrió hace 173 años, incluso un poco antes de que yo naciera”, bromea el periodista. Pese a su fama y su expansión con varios establecimientos más, la cata deja sensaciones agridulces: “La masa está un pelín seca y la crema recuerda más a nata que a mantequilla. Para ser tan famosa, no sé si cumple las expectativas”. Tras esta descripción, Arrese ha visto como su versión del bollo de mantequilla es catalogado finalmente como "bollo normal".
Después llegó el turno de la heladería Alaska, a la que Mikel acudía de niño a tomar helado de limón, sorprende en positivo: “Son mulliditos, jugosos. Le daría una valoración de bollo D.O.P.”. En cambio, Martina de Zuricalday en Bilbao decepciona: “Un bollo sin mucha personalidad, para turistas”. Diferente es la valoración de Zuricalday de Getxo, donde el entusiasmo es rotundo: “La crema sabe por fin a mantequilla, huele a pastelería de la buena. Bollo nivel dios, sin ninguna duda”.
Otros clásicos como Don Manuel se quedan a medio camino. “Hay un aroma que tapa el sabor real, parece un bollo arosconado que no sé si me convence en un bollo de mantequilla. Para turistas”, sentencia. Lo mismo ocurre con Leku Ona, que “se aplasta demasiado” y deja un regusto raro. En el extremo opuesto aparece Labeko, en el Casco Viejo, con una receta de panadería artesana y fermentaciones lentas: “Aquí se han hecho las cosas bien. Sabores profundos, ingredientes de calidad. Para mí este es un bollo D.O.P.”.
Un dulce con historia
El bollo de mantequilla es uno de los grandes emblemas de la repostería bilbaina y su historia se remonta a principios del siglo XX. Nació como una adaptación local de los brioches europeos, pero pronto adquirió personalidad propia: un panecillo tierno y ligeramente dulce, abierto por la mitad y relleno de una crema elaborada con mantequilla auténtica, muy diferente de la nata montada que a veces se emplea en versiones menos fieles. En aquellos años se convirtió en la merienda preferida de los escolares y en un producto imprescindible de las pastelerías del centro de Bilbao, que lo ofrecían junto a cafés y chocolates.
Con el paso del tiempo, el bollo de mantequilla se consolidó como un símbolo gastronómico de la ciudad, asociado a la infancia, a la vida social en las confiterías y a la identidad culinaria bilbaina.