TOMA, toma, toma! Que han vuelto el Borja y el Joseba. ¡Flipa, flipa! Que el gruista de Basauri, eterno perdedor, ha pedido una excedencia de cinco años para dedicarse a grabar capítulos de Qué vida más triste para La Sexta. Quizá sea un periodo demasiado largo, sobre todo, para una pantalla que tritura programas a velocidad de la luz, pero cosas más raras se han visto. Además, no sería la primera vez que su club de fans sale en defensa de este par de figuras haciendo retroceder la tijera de los programadores. El estreno de la cuarta temporada, el pasado lunes, dejó muy satisfecho a Borja: Hemos conseguido un share de 6, tío. Casi un notable, le dijo a Joseba, su Sancho Panza, quien tuvo que explicarle que era un 6%, un 6 sobre 100. Aún así, no está mal para un programa que sigue fiel a sus orígenes: pocos medios y mucha imaginación. El equipo de Rubén Ontiveros está acostumbrado a trabajar con lo mínimo, ya que durante cuatro años grabaron los episodios que colgaban en internet en la habitación de Borja. Hasta tal punto que cuando trasladaron el plató a Madrid se llevaron la colcha de la cama, como esos bebés que necesitan su manta para dormir por la noche. Pese a que en esta nueva andadura viajarán a Pandora para convertirse en protagonistas de su particular Avatar, cuando más brillan es en las distancias cortas, en las menudencias de la vida cotidiana: las peleas con la novia, los amigos, los celos, el sexo, los videojuegos, las noches de fiesta... Ése es el condimento que nos permite identificarnos con ellos, como cuando Mr. Bean aprovechaba los semáforos para hurgarse en la nariz. Cuando les vemos piratear películas en internet, preparar una cita express, confesarse o dar el pésame en un entierro, la pantalla de televisión se convierte en un espejo. Entre tanto bodrio del corazón, Qué vida más triste es un oasis donde refrescarnos y dejar de odiar por unos instantes la televisión. Sólo por eso, merece la pena.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
