EsTÁ prohibido volar cometas en la ciudad, saltar a la comba y dar largos conciertos callejeros sobre los adoquines -que ya no recubren, como en mayo del 68, playas imaginarias- a la hora de la siesta. Tampoco se permite que los niños cabalguen sobre monturas eléctricas, ni que se sacien el hambre y la sed en máquinas de vending, auténticos cuartos de socorro del apetito en horas intempestivas. Ya las señoras putas no podrán campar a sus anchas en los reductos donde solían ni las parejas de enamorados podrán desfogarse a los pies de los portales, como acostumbran. No hay licencia para vender cupones de ciego al buen tuntún como hasta ahora, orientándose al compás del tráfico de transeúntes, y los quioscos y terrazas han de medir al milímetro el suelo que ocupan. He aquí un tiempo nuevo, una era diferente.
Hubo otra en que se jugaba al fútbol en la calle, uno podía escuchar un Ave María en la voz de una improvisada soprano sin pisar la ópera (ni su taquilla) mientras los niños soñaban con extensas llanuras a lomos de un caballito balancín. Ahora no. Ahora todo molesta. No sé si tanto como el ¡catacatapum! del rugido del camión de la basura a las dos de la madrugada, los martillos neumáticos que emplean los trabajadores en las zanjas municipales, las vallas que cercan esas mismas obras y que conquistan generosas porciones de acera, las fugas de agua que encharcan no pocas bocas de riego, las sirenas de los coches patrulla o las máquinas barredoras que trotan a las ocho de la tarde, cuando apenas quedan paseantes por la ciudad. No sé si tanto, digo, pero incordian. Eso es lo que han venido a decir las nuevas ordenanzas municipales, encomendándose vaya usted a saber a quién.
Es posible que, al paso que vamos, con una ciudad modélica en sus formas y vacía de contenido, alguien tenga la tentación de buscar en el callejero de Bilbao la ubicación exacta de la calle de la amargura, una dirección triste. Estará limpia y reluciente, sin el eco de los gritos de guerra de los niños, el rumor de las montañas aztecas al sonar El cóndor pasa o el alegre jaleo que arma una cuadrilla de pavarottis en la puerta de las tabernas al recordar que el vino que tiene Asunción ni es blanco, ni es tinto, ni tiene color. A lo mejor es que quieren que las calles de Bilbao no tengan color y se parezcan a las de Melbourne o a las de Viena. Ya somos ellos.