A lo largo de la historia, desde que tenemos constancia de ello, los seres humanos hemos migrado en busca de mejores oportunidades de vida, huyendo, quizá, de guerras o hambrunas o, tal vez, de injusticias sociales o políticas. En el transcurrir de los siglos y hasta que se fueron formando los modernos estados (sobre todo los europeos, siglos XIX y XX) las tornas cambiaron un poco. El afán de los mismos, de buscar riquezas, explotación y poder, llevó a las llamadas potencias coloniales a adueñarse en nombre de un poder superior de gran parte del continente africano y en Asia de aquellas regiones que tuvieron a bien. Durante muchos años y como digo, les expoliamos sus recursos, su modo de vida, y cuando nos cansamos y no había más que explotar, trazamos unas imaginarias líneas conformando nuevos países (en muchos casos, sin respetar etnias o religiones,) les concedimos su independencia, con regímenes de gobierno inestables o poco democráticos ( salvo honrosas excepciones). Les dejamos una bonita herencia, eso sí, hablando el francés o el inglés o un poco de castellano. Nos devuelven ahora el favor en forma de migración bastante desesperada. Traen hambre y miseria. ¿Por qué será? Padres e hijos, menores ya conocidos. No nos ponemos de acuerdo en cómo regular, cómo apoyar. Fuimos migrantes, también, nosotros. Blancos europeos. ¿Se nos ha olvidado? Frágil memoria.