Lo que nunca deseo, ni siquiera en los peores momentos, es un estado intermedio entre bueno y malo, tibio y soportable, para la propia conciencia. Lloro por ti, Palestina, por tus hijos. Tu dolor es el mío. Cuánta tristeza, cuánta pobreza y cuánto dolor. Lloro por ti, Israel, también víctima y verdugo. No hay tierra prometida, solo sueños rotos para los hijos de unos y otros. Nada más estúpido que las fronteras. Mientras reinan la razón, la comprensión humana y la paz pasan inadvertidas y cuando estalla la guerra, esa que no se improvisa y se alimenta por unos pocos para desgracia de todos, pasan a ser sagradas. Creo en los médicos y voluntarios que, sin patria y sin fronteras, observan la mirada del otro, que solo dan, ayudan y hacen suyo el dolor de las víctimas. Creo en los periodistas libres que lloran delante de las cámaras y, por encima de todo, ponen rostro a la tragedia y esta no entiende de patrias ni fronteras. No creo en lobbies, en la geopolítica de funcionarios de quinto nivel que no entienden nada y a quienes les preocupa más el precio de la gasolina que el precio de la dignidad. ¿A dónde vas, Europa? Ni en la banca, siempre codiciosa, mejorando las cuentas de resultados también en la guerra; ni en tertulianos sectarios ni medios abonados al sectarismo y a medias verdades, protegiendo la mano que les da de comer. Cuánta indecencia. Cada hombre, mujer, anciano, niño, es eterno, divino, especial, único... En cada uno sufre la criatura, en cada uno crucificado un salvador (Hessé). Ni las victorias ni las derrotas son definitivas. No hay ni Dios ni patria que merezca tanto dolor. Solo quiero llorar, creer en la gente buena, en la buena gente. La hay y en ellos habita el único Dios en el que creo.