En una noche de guardia en la que se respira un poco de calma con tufo a trilita, tres soldados y un cabo calientan café y se acomodan como pueden entre cuatro paredes heridas de metralla. Las provisiones están al límite y la radio lleva dos días enfadada, así que no se tira nada. Ni siquiera la borra del café, a la que le dan tres vidas antes de secarla para ser desodorante. Aparece de la nada una baraja, como si de verdad hubiera dioses indulgentes. Para jugar al mus se necesita una baraja de cuarenta cartas, un puñado de piedras, un poco de luz y una apuesta. Ni más, ni menos. Así que los cuatro se disponen a ahogar sus desvelos en una partida. La pareja que pierda, a falta de copas, pagará con seis pitillos que dejan, a modo de fianza y a tres por barba, en una lata de conserva que alguna vez contuvo algo. La partida transcurre con normalidad hasta que uno de ellos se mosquea y cuenta los ases en juego . Le salen seis; solo encuentra tres reyes y, a cambio, cinco caballos. Dos barajas cojas mezcladas y con idéntico reverso. Vuelven a hacer recuento y no da para completar un mazo. No hay mus. El de Portu, zapador y ojito derecho de un teniente, por ser quien gestiona los recursos en el caos, y capaz de sacarle tres colillas a un americano sin filtro, usa su cuchillo y corta cada naipe por la mitad, completando cuarenta partes diferentes y dejando aparte el resto. ¿Cómo que no hay mus? Y a la luz de un candil que arranca un brillo a la lata, se entregan al juego, olvidando la radio y matando el rato y el hambre a base de café amargo. Mañana es domingo y será otro día. Quizás se permitan un poco de azúcar.