El amor incondicional mal-acostumbra y hace hombres y mujeres flojos, inútiles. Por eso hay que apostar siempre por ganarse el amor, por arrancar de nosotros y fuera de nosotros lo que es falso: los ídolos que hemos construido y a idiotas varios -y aquí no se libra ni Dios- que pululan, sin discusión, por los grandes medios de comunicación confundiendo las cosas.

Hay distintos tipos de amor. Uno, el romántico, siempre efímero; otro, el filial, que mira especialmente a los que son de la misma familia, y otro, que tiene mayor consideración por parte de todos, aquel al que los griegos llamaban ágape.

Este ágape no es un amor fácil, sino que hay que ganárselo con el brillo personal. El amor filial, incondicional, lo podemos esperar y obtener de la familia, pero no de la sociedad.

Y es hacia esta sociedad, mal que nos pese, hacia la que debemos orientar la educación de nuestros hijos si queremos cumplir con la labor pedagógica que nos toca. Y no solo como educadores, sino también y preferentemente como padres.