El accidente de Japón nos ha sacado del letargo sobre la seguridad nuclear en el que nos encontrábamos inmersos. Más o menos, 25 años después de Chernóbil, habían calado en la sociedad ideas del tipo "lo que pasó en Ucrania fue algo que no podría pasar en las economías capitalistas", u "hoy día ya no se puede dar un accidente grave porque las centrales son mucho más seguras".

Si el día anterior a la catástrofe japonesa alguien hubiera osado aventurar que una situación así le podría ocurrir al líder tecnológico mundial, un ejército de tertulianos, científicos pronucleares, y popes de la economía se le hubieran reído encima.

Los primeros días tras el desastre de Fukushima, los expertos tecnócratas quitaban hierro al asunto poniendo en valor que los reactores no hubieran explotado frente a un terremoto de nueve grados, y ensalzando el hecho de que, a diferencia de Chernóbil, aquí había una cápsula de seguridad exterior.

Cuando las cápsulas de dos reactores se agrietaron y el peligro de fusión se hacía mayor, dejaron de cantar este triunfo y pasaron a decir que bueno, que aquí algo así era impensable porque no estamos en una zona sísmica.

Es decir, que las cosas no pueden pasar hasta que pasan, y lo de Japón es un ejemplo palmario. Sin embargo, las eléctricas siguen con sus planes nucleares inalterados y los políticos, más allá de tres o cuatro gestos de lavado de imagen, no van a ponerles freno.

A ver si alguna vez se atreven a decir lo que realmente piensan: que sí, que las nucleares son un riesgo, y que una vez cada treinta años podemos enfrentarnos a algún susto que otro como este, pero que las eventuales bajas que pudieran producirse por efecto de la radiación durante generaciones son, al fin y al cabo, bajas colaterales de un modelo energético, basado un consumo cada vez mayor de energía el cual, al parecer, es incuestionable.