Una montaña extravagante, desapegada de los Alpes, a los que geológicamente pertenece, respira en la Provenza. Es una rareza. Un lugar extraño e inhóspito. Veinte años después, la mole es la misma.

Frente a ella observa la mirada de Iban Mayo (19 de agosto de 1977, Igorre), que no es aquella explosión del 2004, cuando el 10 de junio, holló la cumbre del Mont Ventoux en una crono mágica, desde Bédoin hasta la cima de la montaña (21,6 kilómetros), en 55:51, donde estableció el récord de subida (15.60 km, 8.69 %) en 45:47. Se coronó en el Dauphiné. El récord ya no le pertenece. Se lo arrancó Pogacar y también Vingegaard.

“Aquel día hizo mucho calor. Cantaba la chicharra. Recuerdo que mi idea era regular y después subir lo más rápido posible”, establece el vizcaino. Iban Mayo, gorra naranja en la cabeza, maillot azul de la regularidad, culote negro, estandarte del Euskaltel-Euskadi, voló. Ciclista alado. Estela naranja. Ángel exterminador. Desde entonces, nadie ha sido capaz de reproducir el fogonazo del ciclista de Igorre, epítome de un viaje a lo imposible.

Mayo asalta el Mont Ventoux. Iñigo Lemon / ORBEA

Dos décadas más tarde permanece inalterable la torre de comunicaciones con la orgullosa antena de la estación meteorológica que apunta al cielo, que lo pincha, que se adentra en otra dimensión, en la cima de la montaña pelada. Esa visión permanece en la retina de Iban Mayo, rey del Mont Ventoux, que repasa la montaña que se subió este martes en el Tour.

“La antena siempre la ves, desde abajo, esa torre impresiona, pero parece que nunca llegas. Al menos, la tomas como referencia”, dice el de Igorre después de haber cubierto de presente las huellas pretéritas rememorando aquella subida mágica. Alrededor del Mont Ventoux, de su campo magnético, del aspecto de la Luna en la tierra, el hoy y el pasado se conectan a través de la memoria del calor.

Pereza y chicharra

“Aquí la sensación de chicharra siempre es la misma. El bochorno es impresionante”, relata el vizcaino, que se abre paso a través de los retales de los recuerdos. “Aquel día, la sensación era de un calor alucinante. Y pensaba, qué pereza correr con esta chicharra”. Mayo y la genialidad. Un escalador eléctrico. De descargas y sacudidas.

Iban Mayo recorrió más rápido que ningún otro el Mont Ventoux, una montaña que juega con el organismo, con sus percepciones, a medida que altera el paisaje, que se arranca la foresta y se descapota al sol y agita el viento.

“La montaña tiene dos partes. La primera, en cuanto a rampas es la más dura, con porcentajes del 12%. Se hace entre árboles, pero la sensación es de un bochorno impresionante. Los árboles no dejan que entre el aire. Parece que no puedes respirar, que te asfixias, se suda muchísimo”, desgrana el vizcaino.

Efecto invernadero

Los árboles, entrelazados, provocan, paradójicamente, un efecto invernadero. “Es como un horno. Se mete el calor y no sale. Es que no corre el aire y la sensación es de ahogo. Vas muy incómodo. Agobiado”. El viento está más arriba, pero también la escasez de oxígeno.

“Si atacas ahí, en la zona de los árboles, tienes que ir muy bien, porque si no, luego lo pagas”. Ah, el luego, el después, el Mont Ventoux orgulloso mostrando su cabeza rapada, la ausencia de vegetación, las piedras que conectan con otros planetas, que admira la Luna.

Iban Mayo, el rey del viento. Iñigo Lemon / ORBEA

Emerge otra montaña, porque el Ventoux, tan caprichoso, es dos montañas, la que está hermanada con los Alpes pero no lo es. La de los árboles y la de las piedras. La del sofoco y la del viento. La de la agonía.

“Cuando dejas atrás la parte de los árboles, suaviza la pendiente, en ese aspecto es menos duro, pero el problema es el viento, que entra de costado y cuesta mucho avanzar. El puerto se te hace bola. Por eso lo normal es aprovechar la zona donde aparcan las autocaravanas y están los aficionados para protegerte del viento. Es mejor subir a rueda, salvo que estés muy fuerte y vayas solo”, explica Mayo.

Sin protección

Es en el tramo pelado, el más icónico de la montaña, donde “se puede meter el plato y se pueden hacer diferencias”. Concede el de Igorre que “cerrar los huecos es más complicado por el viento. Subir a rueda te puede ayudar, pero cómo pierdas dos metros, sufres muchísimo”, desvela Mayo. La desnudez del Mont Ventoux, despiadado, es una radiografía.

“No tienes donde esconderte. Si no vas bien, en el Ventoux lo pagas, ya sea en la zona de los árboles, que es bochornosa y de rampas más duras, o después, cuando vas más tocado y aparece el viento. Es un puerto que no deja lugar a dudas. Si vas regular, cascas, y te puedes dejar bastante tiempo”, subraya el vizcaino sobre una montaña que es una distopia, aislada, en sí misma.

“Hay puertos más duros, pero muchas veces porque llegas tras un encadenado. El Mont Ventoux está solo. Es la única montaña de ese tipo, pero diría que está entre los 5 o 6 puertos más duros que he subido en mi vida. Entre el calor que es asfixiante y que te ahoga y luego el viento que te zurra, sin nada de vegetación en la segunda parte, se hace duro también mentalmente”, cierra el de Igorre, que ha llegado otra vez a la torre. Allí se posa. Mirando al cielo. Iban Mayo, el rey del viento.