Corren tiempos revueltos en la política española. En un contexto de interinidad abierto tras las elecciones generales y a la espera de la nueva sesión de investidura asistimos a una dialéctica política marcada por la descalificación mutua entre competidores políticos. Y dentro del barrizal político que presenciamos, que deriva en el estéril espectáculo de la simple confrontación y en la ausencia de un verdadero debate de ideas y proyectos, cobra especial beligerancia dialéctica todo lo que rodea a la posibilidad de que la nueva legislatura se inicie con la promulgación de una ley de amnistía.

Más allá de ese cruce de reproches parlamentarios, el debate ha llegado a la sociedad. Y en muchas de las reflexiones escritas y orales relativas a la amnistía vertidas en estas semanas por juristas y opinadores políticos se entremezclan tres cuestiones que son diferentes entre sí y que, por tanto, merecen también una respuesta propia y no generalizable.

La primera de esas tres dimensiones se concreta en dilucidar si la Constitución impide toda amnistía, todo tipo de amnistía; si aceptamos que no es así y defendemos que la Constitución no prohíbe ni imposibilita la capacidad normativa del parlamento para aprobar una ley de amnistía, la segunda cuestión a evaluar sería la apreciación de si es constitucional o no la concreta ley, la norma jurídica que en su caso apruebe el Congreso de los Diputados (constitucionalidad que será valorada o evaluada en atención a su concreto contenido); y la tercera cuestión o pregunta que emerge es si, caso de ser declarada constitucional, tal norma es conveniente o no desde un punto de vista de oportunidad política.

En definitiva, y con una mirada más sosegada y tranquila hay dos puntos de vista claves en todo este debate abierto: por un lado, debe evaluarse la constitucionalidad o no de tal institución, y por otro cabe abrir el debate sobre su oportunidad política. Este segundo nivel de debate se centrará con toda seguridad en el binomio (de complejo equilibrio) integrado por los valores de pacificación social y normalización (invocando así el objetivo de garantizar la convivencia democrática y la paz social), por un lado, y el principio de no debilitamiento del Estado, por otro.

Sobre el primero de los debates, el de la legalidad-constitucionalidad de la medida de amnistía, solo sabemos con certeza que si la ley se aprobase en el Parlamento tendrá, como todas las aprobadas en las Cortes Generales, una presunción de constitucionalidad y que solo el Tribunal Constitucional (tras estudiar un eventual recurso que cabrá plantear, entre otros actores legitimados, por cincuenta diputados o senadores y que deberá presentarse dentro de los tres meses siguientes a su publicación en el BOE), podrá confirmar o rechazar en atención al concreto contenido de la misma.

Con la propia jurisprudencia del TC cabe afirmar que sí, que la Constitución habilita al Parlamento para poder regular, mediante ley que tendrá carácter de ley orgánica, una ley de amnistía. En caso contrario, el Tribunal Constitucional hubiera tenido que declarar derogadas las dos últimas amnistías (tanto la limitada de 1976 como la de 1977) si hubieran sido contrarias a la Constitución. Pero no ha sido así.

La Constitución ampara esas normas concretas, y la propia figura genérica de la amnistía, porque así lo disponen los tratados internacionales firmados por España, que forman parte del ordenamiento jurídico interno. Y también porque es una expresión, junto al indulto, de la facultad de gracia que consagra el art.62 de la Constitución. De ninguna manera la prohíbe, aunque no la mencione expresamente.

Por todo ello, el verdadero debate jurídico deberá centrarse en el tipo de amnistía que se decrete, en la determinación de su perímetro de actuación, en la precisión de la intensidad de sus objetivos (por ejemplo, borrar los delitos o las sanciones pero no anular la ley en la que se apoyaron los tribunales para imponer condenas) o el alcance del “efecto reintegrador” que se persiga. Si se trabaja bien, este escenario normativo es factible.

Y acerca de su oportunidad política, solo cabe pedir que, desde el respeto a quienes no compartan la opción favorable a la amnistía, se rebaje el tono de la tensión dialéctica existente. El edificio de la convivencia es más débil de lo que pensamos y flirtear, como se está haciendo, con amenazas y bravuconadas dialécticas solo conduce al cainismo político.