Nuestras empresas vascas tratan de sortear un contexto pleno de incertezas y de inseguridades en medio de una burocracia que encorseta cada vez más su forma de actuar en el día a día. Podemos hablar ya de una nueva lógica industrial impuesta por las catárticas circunstancias sobrevenidas en estos tres últimos años, caracterizada por la suma de obligaciones que recaen sobre ellas derivadas a su vez de múltiples requerimientos: la descarbonización, la emergencia de nuevas tecnologías y nuevos modelos de negocio, la “relocalización” o cuando menos la “regionalización” de los mercados, la relativización del paradigma de “empresa global multilocalizada” y la vulnerabilidad de las cadenas de suministro, entre otras.

A ello se añade un reto sobrevenido de enorme importancia: la dimensión reputacional de la empresa, que ya no es una moda pasajera ni se traduce en una mera operación de marketing; es preciso ir más allá de la RSC y de los instrumentos preventivos del compliance, para pasar a definir y delimitar unos parámetros sociales que sean extrapolables al actuar de las empresas y que atienda a su heterogeneidad y diversidad (tamaño empresarial, sectores de actuación, mercados en los que actúe).

Procede realizar una redefinición del concepto de competitividad para apostar por modelos empresariales que desarrollen su actividad promoviendo no solo la rentabilidad económico-financiera en el corto plazo, sino maximizar el valor social aportado a medio y largo plazo. Sin olvidar que la competitividad sostenible, entendida como algo que aporta valor añadido a su entorno social, es también beneficiosa para los clientes e interesante para los inversores.

En definitiva, es un elemento activo de atracción de capital para las empresas.

El propósito último es reconocer a todas aquellas empresas, sean pequeñas o grandes, que logren sumar y aportar valor social creando empleo de calidad, operando con responsabilidad medioambiental y social, generando riqueza en toda la cadena de valor y tributando en las haciendas locales y beneficiando a la sociedad en su conjunto.

Nuestras empresas operan en un entorno globalizado agresivo, donde la apuesta por la digitalización y la I+D+i constituyen la base para ser altamente competitivos. El reto de sostenibilidad propuesto pasa por trascender de estos parámetros estrictamente financieros para atender a otros que priorizan valores ligados a la riqueza social anclada en la solidaridad y en una visión compartida de nuestro futuro como sociedad.

Debemos establecer mecanismos para ofrecer al inversor y al consumidor información de valor que les ayude a conocer cómo se producen los bienes y servicios de una empresa y qué aportan a su entorno. La ratio última radica en la puesta a disposición de la sociedad de instrumentos que incrementen la transparencia y posibiliten una toma de decisiones informada, coherente y responsable.

No podemos pretender convertirnos en los fenicios del siglo XXI, que hoy día vienen representados por los países del sudeste asiático (China, India). Desde nuestra dinámica empresarial y social no tiene sentido pretender operar o funcionar con una estricta dinámica de abaratar costes, porque el sacrifico de derechos sociales en el altar de la competitividad no nos ha hecho mejores ni más sostenibles.

¿Qué modelo debemos reivindicar y profundizar en el siglo XXI? El de la superación de la dimensión empresarial como una mera suma de capital y trabajo, en la concepción de empresa como un conjunto de personas unidas por un proyecto, una nueva cultura de empresa basada en la confianza recíproca, clave para poder ser proactivos ante tantos retos que se agolpan en el día a día de nuestras empresas.