UNA reciente reflexión conjunta (académica e institucional) mantenida esta semana pasada ha planteado uno de los ámbitos de trabajo clave: es el momento para iniciar una reflexión sólida y serena sobre el marco político vigente. Y debe servir para construir las bases de un acuerdo futuro de convivencia entre diferentes, concibiendo Euskadi como un proyecto común compartido. No se trata de una mera moda pasajera. Es un debate que ha llegado para quedarse, y que hay que abordar de forma sensata, racional, sin victimismos ni prepotencias. La defensa de una modernización, actualización y desarrollo del autogobierno está estrechamente vinculada al reto de la convivencia, que pasa por reconocer empática y recíprocamente al diferente y poder así formular y compartir una identidad vasca capaz de integrar la pluralidad de sentimientos de pertenencia e identificaciones que coexisten en esta sociedad compleja.

La dimensión internacional y europea del denominado derecho a decidir, y en particular la conformidad con la normativa internacional de las declaraciones unilaterales de independencia, han de ser analizadas desde la perspectiva histórica y permiten comprobar su carácter fáctico. No hay un manual jurídico en la legalidad internacional para las declaraciones de independencia. Estas sobrevienen y adquieren el plácet de la comunidad internacional a partir de una doble premisa: que se obtenga sin un uso ilegítimo e ilegal de violencia, y que obtenga un claro y amplio respaldo de la comunidad que emerge como nuevo Estado. En este contexto, la dimensión europea ante una hipotética situación de ampliación interna merece una reflexión anclada en lo jurídico que trate de aportar alguna luz ante el debate abierto.

La dimensión europea nos debe ayudar a modular objetivos y a precisar conceptos, liberados de una rigidez que los convierte muchas veces en inútiles referentes totémicos que se agotan en sí mismos. Términos como soberanía o como el verdadero alcance de competencias exclusivas o compartidas solo pueden alcanzar su verdadero sentido en su proyección europea, superando el siempre complejo binomio Euskadi/España.

El futuro de Euskadi como entidad territorial en el contexto de un mundo globalizado plantea un reto intelectual interdisciplinar, al que se adscribe una dimensión jurídica relevante pero que no puede ser única y excluyente, porque el Derecho debe ser vía de solución de los problemas, cauce y puente para la convivencia y no un problema derivado de su rigidez e imperatividad. La mirada a Europa es obligada, y el análisis de la práctica internacional comparada también, para tratar de extraer argumentos que demuestren cómo la solución no pasa por las siempre dañinas simplificaciones. Hay que huir de maniqueísmos, y analizar tanto desde una perspectiva interna como ad extra todas las alternativas de encaje posible de nuestro autogobierno en el marco de la real politik internacional.

La Unión Europea se configura institucionalmente como un ente híbrido, a caballo entre lo intergubernamental y lo internacional, pero de facto (y sobre todo en su proceso de toma de decisiones políticas) es ante todo una Unión de Estados, y seguirá siéndolo salvo que se produjera un cambio radical en su estructura. La iniciativa catalana, o el planteamiento independentista por parte de ciertas fuerzas políticas en Euskadi, o la iniciativa escocesa, o el caso de Flandes en Bégica o Silesia en Polonia, o Alsacia y Córcega en Francia u otras manifestaciones políticas que persiguen una emancipación total por parte de tales regiones con el fin de tratar de convertirse en Estados independientes, ¿suponen una amenaza a la integridad de sus estados frente a la cual la UE deba pronunciarse, o son asuntos internos sobre los que Europa no debe pronunciarse bajo el principio de no injerencia en cuestiones nacionales internas?

Pero la pregunta, los numerosos interrogantes que plantea este proceso, no deben resolverse solo mediante dictámenes jurídicos. Estos son, sin duda, importantes, ya que el respeto a las reglas de juego es básico en democracia, pero no cabe fosilizar el sistema normativo si realmente existen voluntades democráticamente expresadas y que revelen el deseo mayoritario en favor de un nuevo estatus.

Lo que constituye para nosotros un experimento esperanzador es el hecho de que Europa se haya convertido en un laboratorio en el que se está ensayando una nueva forma de articular las relaciones entre los Estados, las naciones y las sociedades, un espacio inédito para la redefinición de lo propio y lo común, de la unidad y la diversidad, un escenario de interdependencia. Por eso el orden normativo complejo que es la Unión Europea requiere un nuevo pensamiento constitucional que no sacralice la vieja triada de nación, territorio y soberanía. La singularidad del proyecto europeo obliga a una reformulación de los ámbitos de decisión, con nuevas realidades y nuevos actores.

Europa requiere más unión. No debe limitarse a ser un holding en el que los estados externalizan los problemas que ya no están en condiciones de resolver. Con frecuencia se ha banalizado a la Unión, entendiéndola como una escala de poder suplementario y no como un espacio que modifica sustancialmente nuestra manera de gobernarnos. Lo que Europa necesita no es una cultura homogeneizadora similar a la que produjeron las construcciones nacionales, sino una cultura pública que articule la unidad del marco jurídico y político y la pluralidad de las identidades. l