EL debate catalán que emerge en el seno de las fuerzas independentistas en el momento de la conmemoración del quinto aniversario del referéndum del 1-O reabre la reflexión acerca de qué estrategia seguir para el logro de la independencia.

El proceso globalizador ha relativizado y redimensionado la tradicional concepción de la soberanía estatal. Pese a las dosis imperantes de populismo (muestra evidente del mismo es el discurso autárquico de Giorgia Meloni en Italia tras su victoria electoral), la supuesta plena independencia política no es ya sino una frase. Lo prudente, lo aconsejable, lo pragmático es tratar de situarse en una posición de interdependencia lo más favorable posible.

Esa emocional, irracional e infundada reivindicación del viejo Imperio y la populista apelación a la independencia “real”, como si Europa fuese una especie de potencia extranjera invasora, es una argumentación tan falaz como perversa.

Vivimos en una época de transformación radical de nuestros marcos de referencia provocada por una nueva realidad globalizadora emergente. En ese contexto, la derivada en clave de gobernanza supone asumir la interdependencia entre los diferentes poderes políticos, la soberanía compartida entre los mismos y los retos de las democracias en un mundo globalizado en el que los Estados se muestran impotentes para aportar por sí solos las respuestas a toda esa complejidad sobrevenida.

Vivimos en la era de la posmodernidad y necesitamos renovar las viejas y desfasadas concepciones políticas. Frente a la ecuación decimonónica “a cada Estado una sola nación y a cada nación un solo Estado”, hoy día no resulta posible concebir y gobernar la complejidad de la vida en sociedad adscribiendo un solo demos o sujeto político por democracia.

Hace tiempo que la discusión sobre el poder político se sitúa en términos de interdependencia y de participación democrática. Toda aspiración a una nueva distribución del poder político en este marco emergente ha de tener en cuenta la reordenación de los poderes públicos en una pluralidad de espacios y niveles territoriales de participación y decisión.

Es el tiempo de la cooperación multinivel. La democracia solo podrá sobrevivir en Europa si se abandona el mito de la soberanía exclusiva y se reemplaza por, en plural, un conjunto de soberanías compartidas. Es el momento de estructurar la gobernanza europea sobre la base de gobiernos a múltiples niveles entre los cuales los respectivos poderes se encuentren divididos y compartidos, de modo que ninguno de ellos pueda pretender ejercer y ostentar una soberanía excluyente y exclusiva: la interacción, la interdependencia entre actores y entre demos o sujetos políticos es la base sobre la que asentar la nueva forma de tratar de dar solución a nuestros complejos problemas y a los conflictos derivados de la vida en sociedad democrática.

Un mundo tan interconectado, y más aun en el seno de Europa, conduce a que hoy día ninguna nación, con o sin Estado, sea completamente soberana. Mucho más cuestionable resulta el discurso imperante en relación a la globalización y a las naciones sin Estado, conforme al cual esos entes no estatales deben desaparecer porque la globalización no admite la atomización de los actores intervinientes; un discurso parecido es defendido desde diferentes posicionamientos ideológicos al referirse a Europa y a la supuesta distorsión que para la integración europea representa o puede representar el reconocimiento del protagonismo compartido entre los Estados y las naciones sin Estado.

Tal discurso carece de toda base empírica; las naciones ni desaparecen ni sustituyen a los Estados; no son rivales de estos, sino que ambos se relacionan entre sí sobre la base de una interdependencia asimétrica. Reivindicar la relevancia de las naciones sin Estado dentro de Europa es una orientación tan cosmopolita como aquella otra que solo concibe la construcción europea desde el protagonismo único de los Estados. l