La polémica que ha rodeado al proyecto de Ley de Memoria Democrática, cuya tramitación parlamentaria permite atisbar su próxima aprobación, ha venido alimentada por comentarios negativos y menospreciativos realizados por el expresidentes González y Aznar. El primero de ellos confesó que ni siquiera ha leído el texto de la futura norma –su exposición de motivos y sus 65 artículos–. Hay quienes exponen que es una norma que va a fragmentar a la sociedad que va a afectar de forma negativa a la convivencia.

Se ha llegado a afirmar que el futuro texto de la ley dinamita el espíritu de la Transición, pero de su lectura –tal y como ha afirmado Sergio del Molino– se deduce exactamente lo contrario: el proyecto reconoce y recapitula todos los esfuerzos de memoria y reparación que el Estado y la sociedad han emprendido desde la Ley de Amnistía de 1977.

La futura ley no es un juicio a esa transición política, ensalzada por unos y vilipendiada por otros, y que supuso un intento, en un contexto complejo, de sentar las bases de un acuerdo de mínimos para convivir en sociedad y garantizar el ejercicio de libertades por parte de la ciudadanía. Pero la realidad es que la futura ley llega tarde para muchas víctimas que podrían haberse beneficiado de un reconocimiento y una reparación del que ya no podrán disfrutar. La ley no inventa la memoria, la refrenda.

La nueva ley sustituirá a la llamada Ley de Memoria Histórica, aprobada en 2007, y corrige algunas de las carencias señaladas desde entonces por víctimas del franquismo y por asociaciones memorialistas. Entre las principales novedades del texto cabe destacar la supresión de los títulos nobiliarios otorgados por el franquismo, la asunción por parte del Estado de la búsqueda e identificación de los desaparecidos del franquismo, el reconocimiento de la nulidad de las sentencias franquistas –la ley de 2007 declaró “ilegítimos” a los tribunales franquistas, pero no dio el paso de declarar nulas las sentencias que habían impuesto–. El texto de la nueva ley de memoria democrática sí establece la nulidad de las resoluciones de los diferentes tribunales que el régimen franquista fue creando, y el término “ilegítimo” se sustituirá por “ilegal” a la hora de referirse a dichos tribunales y a todo el régimen franquista.

De igual modo, y respecto a las incautaciones franquistas, la futura norma prevé realizar una auditoría de bienes expoliados durante la Guerra Civil y la dictadura, e implementar “posibles vías de reconocimiento a los afectados”, junto a la creación de una Comisión de estudio de violaciones de derechos humanos hasta 1983. Y se reconocerán nuevos lugares de memoria, junto al derecho a la verdad y el apoyo a los investigadores.

La justicia y la reparación son imprescindibles para la concordia. Tal y como afirmó la ex-presidenta de Chile, Michelle Bachelet “las heridas del pasado se curan con más verdad”. Y la realidad es clara: el franquismo no fue solo la sublevación militar, el golpe de Estado y la posterior cruenta guerra civil.

De 1939 a 1975 el franquismo fue un régimen autoritario, de los más implacables del siglo XX; usó el terror de forma planificada y sistemática para exterminar a sus oponentes ideológicos y aterrorizar a toda la población. La ley de amnistía, una ley vergonzante y vergonzosa decretó una suerte de amnesia oficial, tan injusta como generadora de la cultura del agravio histórico.

Es un deber cívico y democrático honrar y recuperar para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas, a quienes perdieron la vida. Con ellos, a sus familias. También a quienes perdieron su libertad, al padecer prisión, deportación, confiscación de sus bienes, exilio, trabajos forzosos o internamientos en campos de concentración.

En una democracia la escritura de la historia sólo puede hacerse en un marco de pluralismo, bajo la mirada vigilante y crítica de diversas memorias paralelas que discuten. No corresponde al legislador fijar de manera uniforme una regla para la interpretación del pasado. Nuestra lectura de la historia es un trabajo nunca acabado y siempre problemático. El deber de la memoria ha de acompañarse de una aceptación de la complejidad histórica. Y esta ley va en la buena dirección, sin duda. l