Aprendí a decir Srebrénitsa
Treinta años atrás, ya habíamos despertado de la ilusa euforia de que el fin de la guerra fría, el desplome de las autocracias del este de Europa en 1989 y de la propia Unión Soviética dos años después, traería una paz y democracia inamovibles en Europa. En Bosnia llevaban ya tres años de matanzas y guerra civil y, quienes tuvimos la fortuna de seguir en nuestros primeros años de profesión aquellos apasionantes días entre 1989 y 1992, nos tomamos con lo que vino entre el 13 y el 22 de julio de 1995.
No hubo emoción, ni análisis sesudos ni ganas de hacerlos en esos días. En esos días aprendimos a pronunciar Srebrénitsa, que es el modo en que se dice en castellano el nombre de un suburbio semirural del sur de Bosnia: Srebrenica. Aprendimos que siempre hay un límite que desbordar en la brutalidad y una convicción sobre el derecho natural que deshumaniza hasta el fanatismo. Las milicias serbias que asesinaron a 8.373 seres humanos desarmados tras someterles a cereco durante meses nos recordaron el concepto de genocidio, nos rindieron a la evidencia de que nuestra superior tradición cultural cristiana europea también es capaz de solazarse en él. E incorporamos a nuestra experiencia la naturalidad de hablar de limpieza étnica. Reprobándola, por supuesto, pero como quien se distancia de un charco en el que chapotean otros.
Y aprendimos a digerir la vergüenza del fracaso. El de los 400 cascos azules holandeses que huyeron dejando desamparadas a aquellas personas y el de quienes no les dieron otra opción que asumir un heroísmo suicida o la retirada, sin medios suficientes para ser una misión de paz auténtica. ¿Cuántos nombres más hemos aprendido a decir desde entonces? No muchos. Se nos da mejor olvidarlos.