No van a faltar muy acertadas reflexiones en el día en el que atendemos un minuto a la libertad de prensa. La que sigue no da para tanto. A los que se preguntan por qué la profesión periodística es de las más denostadas, debería bastarles un vistazo al protagonismo de los iconos actuales de este negocio. Incluso los que no lo somos, ejercemos el apostolado de nuestras convicciones desde el púlpito del que disponemos. Y hay quien ha triunfado al convertir su interés particular en convicción colectiva.

No hace falta una conspiración si cada vez es menor la voluntad de informarse. En un tiempo creímos que la gratuidad era el modo en que la información se universaliza, pero acabó siendo el de que se le niegue todo valor. Si nuestra privacidad es el primer producto que cedemos gratuitamente –cuando no traficamos con ella–, ¿cómo restauramos el valor de la verdad frente a la simulación? Conocer nos hacía más libres en un tiempo y para eso hacía falta un entramado informativo, deontológicamente armado y con conciencia de su función social. Con el sector en precario, la deontología se somete a la supervivencia. La verdad está siempre perseguida y amenazada por el afán de someter la libertad al interés. Nuestra evolución social es fruto del impulso humano de ampliarla y la herramienta informativa ha sido clave. Si ahora renunciamos a ella, la automatizamos sin control o la concentramos en pocas manos y de intereses coincidentes, aparece la involución de ese proceso histórico de libertad y equilibrio social. La libertad de prensa es la vacuna contra el mecanismo por el que nos convencemos de que la libertad ajena está sobrevalorada en comparación a la nuestra. Y hay tanto antivacunas escudado en su libertad...