Atribuyen a San Bernardo de Claraval hace ya unos años –no te digo más, que murió en el año 1153– la sentencia que dice que el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones. No me quito de la cabeza esa advertencia porque no me cruzan por delante más que situaciones a las que les encaja la ocurrencia como un guante de latex.
En estos días de balances, rulaban datos sobre la compraventa de vehículos y cómo la gran esperanza eléctrica de voltear los usos de la movilidad en favor de las necesidades del medio ambiente se está tornando en pesadilla. La conclusión es muy sencilla: si el vehículo personal pasó de entenderse como artículo de lujo a síntoma de clase media, ahora poseer su versión eléctrica ha dejado de ser un ejercicio de concienciación ecológica y se ha convertido en un síntoma de estatus. Llegará un día en que vuelva a universalizarse, pero hoy no ofrece precios competitivos, no nos engañemos.
Incluso aquellos que llegan del extremo oriente dopados por ayudas anticompetitivas demandan un desembolso difícil de asimilar. Hay quien reprocha la escasa dimensión de los planes de descuento sufragados con fondos públicos. Admito que no tengo claro que socializar el coste de mi coche particular sea progresista, por mucho que no emita CO2.
Pero la consecuencia directa es que los vehículos de combustión ruedan durante décadas en una tercera o cuarta vida que emite a la atmósfera hoy las sustancias que nos matarán mañana. Y aquí va lo del infierno: no se contempla renovar la flota con vehículos de combustión más baratos que los eléctricos pero mucho más eficientes que los de hace 10 años ni incentivar la investigación en carburantes menos contaminantes porque el objetivo es la desaparición de los vehículos de combustión. Una escala al paraíso que lleva camino de empedrar nuestro próximo infierno.