Vuelvo de una escapada a Madrid para ver al jefe –Springsteen me hace sudar en cada concierto unos cinco años de vida pero me devuelve los 18 que me saca de ventaja– y noto a los medios de la Villa y Corte encelados por ver quién justifica más y mejor la figura de Felipe VI a los diez años de su reinado. En las escuelas del pensamiento nacionalista español están quienes le ponen en la vitrina del emblema y símbolo de la unidad y permanencia de España –como describe la Constitución del 78– y quienes le sacan para que reine si los poderes del Estado no se pliegan a lo que dios manda; es decir, cuando no gobiernan los suyos.

Yo lo veía con distancia pero me pasa como al mudo del chiste: que en la discusión ajena le hacen hablar a uno. A mí la simbología del rey que reina pero no gobierna no me resuelve la legitimidad si no la refrendada regularmente quien ostenta la soberanía, que es la ciudadanía. Y me intranquiliza que esa figura inviolable ostente al mando supremo de las Fuerzas Armadas. Supremo significa que no hay otro por encima, luego los poderes democráticos quedan por debajo. Así que, cuando algunos le piden que ejerza de garante de lo que sea y pienso en que el arbitrio y moderación que le atribuye el texto del 78 dependen de su capacidad de arbitrio y su talante moderador, me da la taquicardia. Conste que la persona no me cae ni bien ni mal, porque no tengo el gusto. Le veo muy ocupado en lo que sea que se ocupe porque en una década no ha tenido tiempo de reconocer los derechos forales y jurar su respeto al único nexo que legitima el vínculo de los vascos, previo a lo del 78 y a él mismo, con la España esa permanente. A la vista de su proceder –y su no proceder– en el arbitraje hasta ahora, lo intuyo pendiente de las instrucciones del VAR y de que, al final, la unidad y permanencia son lo que le pagan el sueldo. Y tiemblo tras el caso Negreira.