LA del título es una de esas palabras que no sale en el diccionario pero que marca corriente de pensamiento social y puede acabar siendo uno de los factores de la próxima revolución, contra la propia democracia, esta vez.

En el vecino Estado francés han quedado nítidas un par de cosas. En primer lugar, que elevar la edad de jubilación contra el criterio mayoritario de la calle es legal en democracia. En segundo, que si la legalidad no es sinónimo de consenso la democracia está tensionada. Ya no es solo el problema de que la minoría perdedora en un proceso electoral haga lo posible por desprestigiar su resultado –como vemos en los Trump y Bolsonaro que corren por ahí– sino que los ganadores deben evitar el deterioro del modelo de representación.

El Constitucional francés les ha venido a decir a los sindicatos que no es ninguna barbaridad trabajar hasta los 64 años para pagar las pensiones hasta los 80 y a Macron que los atajos por decreto pueden ser legales pero nada sustituye a la legitimidad del proceso parlamentario. Que gane ahí sus batallas y no las sustraiga para no perderlas.

Aquí, donde se ha asumido la necesidad de prolongar la vida laboral hasta los 67 años, resulta extraño ver las protestas del vecino contra la extensión de la suya hasta los 64. Es curioso que nadie niegue la pirámide demográfica pero tampoco quiera asumir en primera persona sus consecuencias. Y, en democracia, las protestas contra el sistema son contra nosotros mismos.

El pensionismo se articula por aquí en torno a la cuantía de la pensión y no tanto de la edad de jubilación. La solidaridad intergeneracional se mide, por tanto, en dinero para la generación A y no en la prolongación de la vida laboral de las generaciones X, Y, Z y las que vengan. La pensión es un triunfo de la sociedad del bienestar y el bienestar, como la caridad, empieza por uno mismo.