ES una confesión que me retrata en la incongruencia pero creo que se la debo a quienes, como yo, disfrutan o sencillamente están enganchados al deporte del balón. Y digo lo de mi incongruencia porque no me gusta el fútbol de selecciones. Para empezar porque no está la mía, la de Euskadi. Pero, además, porque salvo con honrosas excepciones me aburren soberanamente esos equipos armados en tres semanas que se condenan a un rigor táctico rácano o a todo lo contrario: a depender de la individualidad y a caer en el caos.

Pero he aquí que, como en las inversiones financieras –cuando te avisan de que rentabilidades pasadas no aseguran rendimientos equivalentes– uno pone sus ahorrillos o su tiempo libre en manos de la esperanza de que sí; de que allí donde se engordó la cartera de otros llegues a tiempo de medrar la tuya o de que el próximo partido de la Copa del Mundo te merezca la pena aunque los anteriores hayan sido un truño.

Y es momento de reivindicar el truño. Porque es lo que permite pensar un poco más allá de la filigrana balompédica y reflexionar sobre un torneo contra natura en mitad del desierto para blanquear la podredumbre de desigualdad y explotación de un Estado sátrapa. O para caer en la cuenta de que la imagen del presidente de la FIFA es una constante de autobombo en cada retransmisión, sin que aporte nada informativamente. O para preguntarse si la alegría propia en forma de baile o cabriola con cada gol es un derecho inalienable o una falta de respeto al rival que soporta el espectáculo. O para analizar cómo un evento deportivo alimenta el fervor patrio más allá de lo razonable hasta sepultar bajo la adhesión a unos colores la miseria o la desigualdad que demasiadas veces se crean en su nombre. Así que procuraré ver los duelos que faltan porque lo mismo el próximo es un partidazo y me evita tener que pensar en todo eso. l