Pistoletazo de salida mañana al Mundial de Catar. La jornada inaugural, seguro, será fastuosa y el archimillonario Estado árabe demostró que, con dinero, todo se puede lograr. Esa es su principal baza. Mostrarse al mundo como un país donde el billete logra tapar lo que en otras latitudes nos empeñamos en visibilizar, la vulneración de derechos humanos. Y, hete aquí, que nos encontramos con la conciencia ética de preguntarnos qué hacer ante el mundial de Catar. A sabiendas del padecimiento de miles de mujeres, sometidas a estrictas reglas de control a la hora de viajar, casarse o trabajar, y la persecución de personas del colectivo LGTBI+, la pregunta es: ¿debemos ejercer un boicot activo ante la celebración de este mundial en Catar o miramos cuello adentro, tragamos, y participamos? En el papel, la teoría no soportaría la mínima justificación de que un país que atenta de manera abierta contra los derechos humanos de parte de su población sea sede de un acontecimiento como el mundial de fútbol. Pero, lamentablemente, los hechos son otros. Y no es la primera vez. En 2008 China ya fue sede de los juegos olímpicos y repitió con los de invierno en 2022. Así que Catar llega con el aviso de que, a pesar del ruido interplanetario, está ante su oportunidad. Hace unos días la ministra de Trabajo de Argentina, Raquel Kelly Olmos, ante la pregunta de si preferiría bajar la inflación o que su país ganara el mundial, eligió la victoria del gran espectáculo del fútbol. “Después seguimos trabajando la inflación, pero primero que gane Argentina”, opinó para asombro de todos. En 1844 Karl Marx dijo que el opio del pueblo es la religión. Habida cuenta del efecto anestesiante que produce hoy en día quizás podríamos afirmar que el opio del pueblo es el fútbol. Durante un mes en Catar no habrá vulneraciones de derechos humanos, sino fútbol. Ya hemos elegido. Convivamos con nuestra contradicción