Un cuento chino
Yo soy de los que se alegran, cada día, de que quienes se empeñaron en sembrar en nuestro país la semilla del odio cosechando toneladas de dolor, sangre, y amenazas hayan decidido cambiar de cultivo. Lo celebro cada día. Me alegro cuando los veo venir hacia aquí, tras medio siglo de siniestras cabriolas. Hasta humanamente entiendo que no les guste recordar el pavoroso agujero desde el que fabricaban argumentarios para que sus fieles considerasen contribuciones a la liberación del pueblo vasco los gravísimos delitos que encargaban a su infantería. Así nació y se consolido el mayor caso de corrupción política vivido en estas tierras desde que a finales de los años cincuenta del siglo pasado algunos tomaron el erróneo derrotero en el que se empecinaron hasta antes de ayer.
Por eso, esta semana en la que la corrupción ha vuelto al primer plano de la actualidad llama la atención la amnesia con la que estas gentes prescinden de su pasado reciente para adjudicarse la etiqueta de korrupcion zero. Tampoco pueden dar lección alguna sobre la defensa de lo público sin antes asumir que impulsaron y aplaudieron la destrucción a mansalva de bienes públicos y privados. Una conducta que generó gigantescas facturas en euros contantes y sonantes que aún estamos pagando.
Por eso, reparar en todos los planos las secuelas de tan siniestra trayectoria les obliga a asumir todas sus consecuencias. El proceso que afortunadamente han emprendido se labra con más humildad y se abona con el respeto y reconocimiento que merecen todas y todos los que muy a su pesar trabajamos para convertir el país en que vivimos en referente europeo en tantos aspectos. De lo contrario sus arrogantes prédicas de hoy corren el riesgo de parecer un cuento chino.