Esta semana han tenido lugar en Donostia los actos de celebración del 70 aniversario del Premio Europa. Este galardón es otorgado por el Consejo de Europa a las ciudades que se comprometen de modo especial con la democracia, los derechos humanos, la cooperación y la promoción de la paz.
Donostia obtuvo este reconocimiento en 2019. Supone ahora un doble reconocimiento que el Consejo de Europa la haya elegido para celebrar este aniversario. El evento ha servido también para reflexionar sobre los retos, que no son pocos ni fáciles, de la democracia en este momento y el papel de las ciudades o, si usted lo prefiere, de lo local en la construcción y protección de la democracia.
El evento incluía un encuentro entre representantes institucionales, tanto del Consejo de Europa como de municipios europeos, con un grupo de jóvenes procedente de varios países europeos para discutir cómo profundizar en el ejercicio de la democracia desde lo local.
He tenido el honor de ser invitado, junto a otras personas, a decir unas palabras que alimentaran o provocaran ese debate. Empecé recodando un chiste muy viejo. El esquema es más o menos que un amante le dice al otro que por su amor escalaría las montañas más elevadas y cruzaría los océanos menos pacíficos. Entonces la contraparte aprovecha esa disposición para pedirle que baje la basura o que le traiga un vaso de agua, lo que genera la esperable reacción perezosa y dilatoria del primero. Me pregunto si con lo público nos sucede en ocasiones algo parecido, que fantaseamos con la idea de que nosotros seríamos los héroes de la democracia en caso de que resultara necesario, pero en el día a día nos cuesta comportarnos como ciudadanos activos y responsables en los compromisos más sencillos y cotidianos. De la misma forma que la relación personal de pareja, de amistad o familiar se construye más con la atención al cuidado de lo diario que con el exceso en lo extraordinario, me pregunto si lo público también se construye mejor en los pequeños y sostenidos detalles de cuidado por lo común. En ocasiones los países necesitan héroes de la democracia, cierto, pero como decía Bertolt Brecht, es deseable vivir en la situación de no necesitarlos.
Hablamos también del capital social y de la bolera de Putnam, ese espacio donde se comparte actividad con personas de diferentes edades, orígenes o condiciones socioeconómicas. Al desaparecer y ser sustituidos por espacios privados o virtuales, se destruye comunidad y por lo tanto ese magma donde la democracia madura. Lo pertinente, por lo tanto, es preguntarnos cuáles son las boleras de cada uno de nosotros, cuáles esos espacios en los que compartimos nuestro tiempo y juegos, nuestras aspiraciones, nuestras celebraciones o aficiones con personas que tienen edades, orígenes o historias distintas a las nuestras.
Los orígenes de la democracia fueron y solo podían haber sido locales. El ágora y el foro quedan como símbolos. Viene al caso preguntarnos cuáles son nuestros foros y nuestras ágoras de hoy, cómo funcionan, quiénes entran y quiénes no, cuáles son sus normas de participación. Necesitamos los foros y las ágoras virtuales y globales, pero seguramente la democracia sigue necesitando de los lugares físicos y cercanos en que vernos y hablarnos. El mercado, la plaza o la tienda de proximidad frente a la compra on line es una interesante derivada de esa cuestión.
El ámbito local del ejercicio de la democracia no solo responde a las necesidades más cercanas, sino que puede en ocasiones ser el espacio de las más globales. Desde el cambio climático (en no pocas de sus tareas lo local tiene mucho que decir, el transporte, por ejemplo) a las migraciones (que les pregunten a los canarios si se trata de un reto global o local). Ya lo decía el viejo eslogan: piensa global, actúa local.
Como ven, dejé más preguntas que respuestas, más páginas abiertas que páginas ya escritas. Pero es que la democracia no está escrita, sino que se escribe.