cOMO toda mi generación conocí el poema sinfónico de Paul Dukas a través de la versión de Fantasía de Disney, donde el aprendiz es Mickey Mouse, que aprovechando la ausencia de su maestro pone en práctica su magra taumaturgia para limpiar el laboratorio, con el esperado y catastrófico resultado. La escoba mágica es realmente la protagonista, una eficaz e implacable herramienta humana convertida en germen de la destrucción, será la que obedezca finalmente al brujo real, el que sí recuerda la palabra con la que detener el conjuro. El sentimiento de que nuestra civilización es la aprendiz de brujo es muy poderoso cuando vemos qué está sucediendo y además de forma peligrosamente acelerada. El clima, por ejemplo: comenzamos a adueñarnos de las energías fósiles y con ello hicimos una revolución industrial, un poderoso motor de locomotora que ahora no sabemos parar. Para colmo, si éramos aprendices de brujo ahora hemos dejado al mando de la locomotora (o del capitalismo que es lo mismo) a un loco peligroso que solamente sabe decir “más madera” conforme el precipicio es más inminente que nunca. Por supuesto, todos sabemos que el aprendiz de brujo debería haber sido más sagaz, pero la sabiduría es algo que viene tras el conocimiento, y no necesariamente. Es algo que nos recordaba el otro día el gran científico Pedro Miguel Etxenike al hablar de Oppenheimer, el que fue padre de la bomba atómica. Este martes próximo otro destacado sabio, Ignacio López Goñi, nos presentará en los Golem la historia de un cirujano tocayo suyo, Ignaz Semmelweis, que consiguió, no sin mucho pesar, que sus colegas se lavaran las manos antes de una operación, consiguiendo que la muerte no fuera el resultado habitual del acto médico. Hay un futuro posible, pero no sé si sabremos elegirlo.