A simple vista los resultados electorales recientes en Latinoamérica solo reflejan una cosa: el cambio. Sí, algo tan básico y tan intrínseco a la democracia misma como el derecho que tienen los pueblos a alternar los gobiernos y a sustituir unos gobernantes por otros. Por lo tanto, no conviene entretenerse con el color del mapa actual, usando los obsoletos e imprecisos términos de izquierda y derecha para interpretar la realidad. El dato concreto es que las últimas diez elecciones en la región han sido ganadas por alternativas de oposición, seis de ellas por lo que se suele mal llamar izquierda, y cuatro de ellas por lo que se suele mal llamar derecha. Además, es totalmente normal este comportamiento de cambio de rumbo y ascenso de alternativas opositoras, en el contexto de la pandemia y la crisis económica.

¿Por qué en América gana la oposición?

En principio, la buena noticia es que en América Latina todavía hay alternancia democrática y el péndulo se sigue moviendo, aunque con al menos tres excepciones aberrantes como son Cuba, Nicaragua y Venezuela. Y es aquí donde debemos colocar la línea divisoria, en la posibilidad cierta de celebrar elecciones libres para que las democracias sigan funcionando más allá de las crisis, porque es preferible un “mal gobierno” pasajero, que una tiranía que oprima a su pueblo de forma indefinida. Por tanto, más allá de la valoración de uno u otro candidato o presidente que se tenga, el derecho de los pueblos a cambiar de gobierno es la regla básica para comenzar a hablar de democracia.

Ahora bien, es evidente el clima de polarización política mundial, del cual no escapa la Región. En el ambiente se respira intolerancia de lado y lado, como si en el fondo se prefiriera una dictadura “acorde a mi ideología”, que una democracia donde gobierne de vez en cuando mi adversario político. Son conductas antidemocráticas vengan de donde vengan, pero que como tantas otras cosas solo escandalizan si vienen de la derecha y nunca cuando es la izquierda la que no solo lo piensa o dice, sino que lo hace impunemente. Porque en esto justamente consiste el “socialismo del siglo XXI” que Hugo Chávez instauró en Venezuela hasta la fecha y que además exportó con éxito en América Latina. Inspirado en las intolerancias máximas del “Patria o Muerte” y el “Hombre Nuevo” de Fidel Castro, la tiranía venezolana se basó en la premisa de un gobierno sin límites ni alternancia.

Europa, por ejemplo, vino a descubrir las “democracias iliberales” solo cuando fueron imputables a la “derecha”, a pesar de que dicho modelo ya había sido patentado hace mucho en Latinoamérica por la “izquierda”. Fachadas democráticas que solo sirven para legitimar gobiernos que no respetan derechos fundamentales y secuestran las instituciones del Estado para mantener el poder de forma indefinida. No hace mucho debatí con un catedrático de renombre que llegó a afirmar que los Castro no eran populistas. Y es que ese es otro término que al parecer también está solo reservado para la “derecha”, a pesar de que es también patrimonio de la izquierda latinoamericana inspirada primero en Fidel y luego en Chávez.

Creo que es de simple lógica decir que los dos extremos ideológicos representan los mismos riesgos para las democracias liberales. Y si además nos vamos a los datos, podemos constatar que es mucho menos probable que los populistas de izquierda abandonen el poder. De hecho, el famoso autor Francis Fukuyama acaba de publicar un ensayo que intenta explicar el origen de ambos populismos, haciendo una defensa del modelo de democracia liberal hoy amenazado en Occidente, el cual define así: “…doctrina surgida por primera vez en la segunda mitad del siglo XVII y que aboga por la limitación de los poderes de los gobiernos o los Estados mediante las leyes y, en última instancia, las constituciones, así como con la creación de instituciones que protejan los derechos de los individuos que viven bajo su jurisdicción… Por consiguiente, el liberalismo clásico puede entenderse como una solución institucional al problema de gobernar la diversidad o, dicho de otro modo, de gestionar pacíficamente la diversidad en sociedades plurales. El principio fundamental consagrado en el liberalismo es el de la tolerancia: no significa que tengas que estar de acuerdo con tus conciudadanos en las cosas más importantes, sino simplemente que cada individuo debería poder decidir qué ser sin interferencias por tu parte o por parte del Estado. El liberalismo rebaja la temperatura política quitando de encima de la mesa las cuestiones sobre los fines últimos: puedes creer lo que quieras, pero debes hacerlo en tu vida privada y no tratar de imponer tus opiniones a tus conciudadanos”.

El mundo desarrollado occidental se ha latinoamericanizado, esa es una verdad karmática que abordaremos en otra oportunidad. En parte esto se explica por haber potabilizado y hasta aplaudido antes el populismo y el liberalismo en América Latina, tan solo porque se presentaba bajo el formato de izquierda. Todavía hay quienes siguen ignorando que existe y ha existido durante décadas. Pero la matemática no falla, tanto Trump como Bolsonaro duraron cuatro años en el poder cada uno, mientras que el castrismo, el sandinismo, el chavismo y el masismo, suman 120 años y contando. Ojalá que la alternancia y el pluralismo finalmente se consoliden en la Región, en favor de la convivencia pacífica y los derechos fundamentales de los ciudadanos. l

* Abogado, diplomático y analista internacional. Presidente de Causa Democrática Iberoamericana