ESTADOS, naciones sin estado, regiones, ciudades, empresas, universidades, clubes deportivos, en todo ellos el empeño es unánime. Lograr relevancia e influencia en el mundo, ganar posicionamiento y mercado en un escenario brutalmente competitivo. Lo que China ha puesto en marcha bajo el liderazgo de Xi Jinping utilizando, entre otras cuestiones, la Nueva Ruta de la Seda como herramienta es el paradigma de lo que está en juego en el tablero geopolítico: el soft power es la estrategia renovada de la vieja diplomacia a la que aspiramos todos, grandes y pequeños. En este camino, los esfuerzos se dirigen a la búsqueda de aliados que acompañen e impulsen las estrategias fijadas por los agentes que se han mencionado al inicio.

Nada diferente a las políticas que siguen otras realidades similares, Euskadi cuenta con una diáspora muy remarcable que se configura como uno de los instrumentos más poderosos en el ámbito de la diplomacia pública; eso que el mundo académico conoce como la diplomacia de la diáspora.

Partimos de una realidad que conviene interiorizar con más naturalidad de la que se hace. Rehuimos con frecuencia decir las cosas por su nombre. Nuestra diáspora, no podría ser de otra manera, es diversa y plural. Y ello en sí es un elemento positivo y del que debemos estar orgullosos. No estamos para lujos como despreciar las aportaciones que desde miradas diferentes realizan cada pieza que configura el universo de la diáspora vasca.

Pero de la misma manera, debemos dejar a un lado tabúes muy extendidos y aceptar que una parte importante de la diáspora vasca es sustancialmente trumpista, uribista, bolsonorista o pinochetista. Flaco favor nos hacemos si seguimos ocultando una realidad que en determinados sectores escuece, fruto de una ingenuidad e inmadurez que no hacen más que entorpecer los objetivos fijados. Emerge en algunos sectores políticos vascos una confusión evidente entre deseos y realidades, entre lo que somos y lo que quisiéramos que fuera nuestra representación en el exterior. La realidad es que no se trata de una diáspora mayoritariamente escorada hacia posiciones progresistas; diríase que incluso está lejos de situarse en los parámetros de la socialdemocracia y del socialcristianismo, con todos los matices que deben incorporarse a tal afirmación.

Viene todo esto a colación después de conocer los apoyos explícitos de Álvaro Uribe y Donald Trump a Vox y a Santiago Abascal, en el reciente congreso celebrado en Madrid. Ello se producía además después de que algunas voces desde Euskadi elogiaran la figura del expresidente colombiano como amigo de los vascos, siempre en base a esa obsesión de contraponer su figura a la Gustavo Petro, como exguerrillero y representante del comunismo chavista. Un Petro que ha armado un gobierno moderado y centrista al que muchos vascos votaríamos, frente a un Uribe, amigo de Abascal y uno de los representantes más claros de la extrema derecha mundial.

Lejos de ser una anécdota, el caso se repite en Estados Unidos. Hace escasas semanas, Donald Trump visitó Minden en el estado de Nevada para mostrar su apoyo inequívoco a Adam Laxalt, candidato republicano al Senado y al que parte de su familia, nítidos representantes del republicanismo clásico, repudian hasta el punto de solicitar el voto para la candidata demócrata. Parte de la diáspora vasca de Nevada –y otros estados– abraza con fervor la causa de Trump y la creen compatible con las abiertas simpatías que han mantenido aquí con aquello que se denominó el MNLV. Habrá quien piense pensar que tal ligazón carece de fundamento, pero existe y no se reduce a casos aislados. Todo ello exige un análisis sosegado, pero inaplazable.

En este sentido, es deseable articular una estrategia de pedagogía que contribuya a aclarar en nuestras diásporas la realidad del siglo XXI. Todavía son dominantes las visiones románticas, nostálgicas, prepolíticas que solo consiguen perseverar en la irrelevancia y que impiden situar los parámetros de la diplomacia vasca en el contexto actual. Conviene superar la pereza y el deseo por no incomodar las visiones citadas. La no politización nos lleva irremediablemente a un estadio de pura simbología, incapaz de afrontar la complejidad de la época contemporánea.

Tampoco parece aceptable asumir los esquemas de la polarización que supuestamente queremos confrontar. Bien está mostrar posturas y opiniones contundentes contra el dictador Maduro y otros como Daniel Ortega. Pero ello no nos debe obligar a abrazar todas y cada una de las sensibilidades que conforman las causas de la oposición, pongamos como ejemplo la venezolana. Debemos decirlo con claridad. Existen sectores en múltiples partes de la oposición política en diferentes países de muy dudosa extracción democrática. El enorme daño que le está infligiendo parte de la diáspora venezolana en Estados Unidos a Joe Biden es sencillamente inaceptable.

Aguirre, Landaburu y su generación supieron interpretar correctamente los acontecimientos de mediados del siglo XX. Pero ante todo entendieron el lugar que correspondía a Euskadi en el mundo. Y no todo se circunscribe a los apellidos; ese esquema debe ser definitivamente superado; si no nuestro camino está llamado al fracaso. Por encima de ello, está la democracia y los valores que la sustentan. Si los alemanes hubiesen hecho caso a su genealogía, Alemania no sería una democracia consolidada. Dejemos las pasiones, nuestras obsesiones y sigamos en la búsqueda de aliados, sean vascos o no, que refuercen nuestra posición en un mundo donde emergen nuevos liderazgos y nuevas áreas geográficas y que nos obliga irremediablemente a girar y alzar nuestras miradas.

* Analista