Tras meses de prepotencia y de realidad alternativa algunos comienzan, en ciertas tertulias de televisión rusas, a hacerse tímidas preguntas.

A los más listos les cuesta obviar que la movilización está resultando un completo desastre o seguir repitiendo que las retiradas y derrotas son astutas operaciones de reagrupamiento táctico. Saben que muchos de sus soldados no cuentan con uniformes, armamento, entrenamiento, paga, comida decente y mucho menos con moral y liderazgo. ¿Dónde están los 2 millones de soldados que se supone que tenemos y pagamos?, ¿qué ha pasado con un millón y medio de uniformes que existían en los registros y que alguien cobró?, se preguntan algunos. Quizá si no hubieran aplaudido cuando Putin perseguía a los periodistas independientes que investigaban la corrupción o cuando cerraba medios e instituciones libres, ahora podrían responderse.

Tras la negación de la realidad llega ese ejercicio tan miserable que consiste en buscar culpables y repartir castigos antes de que la mierda me salpique a mí y, sobre todo, antes que hacer autocrítica o pensar en soluciones de fondo. En todo caso se debe evitar que la exigencia de responsabilidades toque a la cabeza suprema. La vieja frase de tantos españoles de mediados de siglo pasado, si Franco supiera, es hoy cantinela repetida en las tertulias rusas: si Putin hubiera sabido, si le hubieran informado, si no le hubieran ocultado… El líder supremo no puede equivocarse. Si cae el mito de su infalibilidad o se cuestiona su liderazgo, se desmorona toda la estructura. Uno de esos propagandistas que lleva meses difundiendo las mentiras más burdas de pronto reflexiona ensayando gestos de tipo responsable: “el sistema de mentiras absolutas nos ha llevado a esta situación”. Otro, exgeneral para más señas, apostilla: “debemos dejar de mentir”. Viene al caso recordar la serie Chernobyl. Su atmósfera resultaba agobiante e irrespirable no solo por la contaminación radiactiva, sino por la insufrible burocracia, enfermizamente jerárquica hasta la inacción, basada en la obediencia aun en el absurdo, en el miedo a la diferencia entendida siempre como traición, paralizada por la culpa y la sospecha.

La serie explicaba bien ese sistema de falta de transparencia que imposibilita la reacción y destruye la iniciativa, un sistema donde la versión de la jerarquía se impone sobre la evidencia de los hechos. Esa atmósfera soviética es ahora heredada por la cleptocracia putinesca organizada en redes de corrupción e incompetencia institucionalizadas y puede ayudarnos a explicar qué pasa con su ejército, que parece hoy superado e inoperante.

Comenzamos la pandemia preguntándonos si los países totalitarios tenían mejores recursos para afrontar la crisis. Luego descubrimos que la sociedad abierta y la libertad permitían a medio plazo responder mejor porque solo en ese entorno puede avanzar la búsqueda contrastada de la verdad y solo a partir del conocimiento de la realidad puede reaccionarse eficazmente.

¿Y si lo mismo resultara aplicable a esta nueva crisis? Comenzamos sospechando que una dictadura estaría mejor preparada para tiempos de guerra porque su población asumiría resignada todo sufrimiento, mientras que en las democracias liberales el ejercicio de la pluralidad en libertad dificultaría la toma de decisiones y su aplicación. Pero quizá resulte que la misma oscurantista lógica de la dictadura, que les ha llevado a la guerra, les impide ahora sostenerla cuando las fantasías chocan con la realidad.

¿Y si la democracia liberal se estuviera mostrado en estas dos crisis no solo como más justa, más piadosa y más respetuosa con la dignidad humana, sino también, aun cuando fuera modestamente, como más eficaz ante esos desafíos? La transparencia y la libertad se revelarían así como las cartas más útiles de la baraja, más que el miedo, el control y la crueldad. Los uniformes ilocalizables tal vez no solo dejen desnudos a los soldados ante el invierno, sino al propio sistema.