Una semana de reflexión es suficiente para ponerse uno sesudo a la hora de extraer un punto de vista sobre la victoria de Giorgia Meloni en Italia y buscar un poco más allá del cabreo, la preocupación o la repulsa a lo que significa su mensaje y lo que dice de las sociedades europeas el respaldo social obtenido

Lo de los Hermanos Italianos es un susto viejo. Ya el nombre entronca con una concepción de la política deslizada al nacionalismo racial, el primer paso de la exclusión, el señalamiento y el rechazo de lo diferente. Levantando un poco la mirada podemos comprobar que la ultraderecha de tintes raciales, xenófobos, populistas se ha engalanado además de misoginia –la imagen de la futura primera ministra italiana exhibiendo dos melones en TikTok es cutre y salchichera hasta la vergüenza ajena– y fobias hacia la diversidad. En la Europa del siglo XXI ha pasado demasiado tiempo desde que los fascismos, los colonialismos y las autocracias soviéticas protagonizaran los crímenes más abyectos de la centuria anterior.

Hasta el punto de que la democracia ampara el respaldo de entre un 10 y un 25% de los votantes –más cuanto más abstención se registra– a las nuevas ultraderechas continentales. Han medrado por la falta de claridad en la comunicación a la sociedad sobre los límites de sus anhelos; el deterioro de mecanismos de equilibrio social; el deslizamiento de las derechas liberales hacia el populismo como medio de ligar a sus intereses a las clases populares para las que sus políticas económicas no han dado resultado. En definitiva, la traslación del eje de lo legítimo en democracia hacia postulados que cuestionan derechos y libertades. Tantos fascismos triunfaron antes por aclamación popular tras asociarse a quienes creyeron que podrían utilizarlos coyunturalmente para retener el poder que hoy no tenemos derecho a llevarnos sustos.