Admito un punto de tristeza al mirar a Catalunya en su día de celebración nacional. Han pasado por el momento los días de exaltación de la unidad en torno a su proyecto de construcción de un Estado y eso se refleja en sentimientos de melancolía, de frustración y, en ocasiones, de ira entre quienes antes apretaban filas en una marcha de convicción a la que le faltó GPS y acabó girando sobre sí misma.

No ha bastado con sentir para poder ser y hoy el desencuentro entre pragmáticos y emocionales sigue impidiendo construir un proyecto mas allá de lo sentimental. Escocia, que vuelve a componer filas de su anhelo de independencia, sufrió el fraude británico disfrazado de realismo con la amenaza de expulsión de la Unión Europea. Esa Escocia más europeísta de lo que nunca fue la mayoría británica, cedió al temor de perder la condición de sostenibilidad que luego le fue arrebatada con el brexit.

Catalunya construyó desde las emociones y le ha faltado, aún le falta, resolver ecuaciones de bienestar ciudadano, de progreso real en calidad de vida. Y eso crea holguras en las filas de la convicción. Los reproches de estos días pesan tanto por la naturaleza gaseosa de las propuestas. No había plan para tanta voluntad y sí demasiados límites prácticos. No basta con sentir nación para autodeterminarse. La necesidad, la obligación y –por qué no admitirlo– también la comodidad, requieren de respuestas que animen a cambiar el paso y esos solo se dan en terreno firme. Los estándares de bienestar alcanzados en el status quo son el punto de partida para un cambio revolucionario. Las sociedades europeas del siglo carecen de masas de esclavos sin pan sin nada que perder ya. Eso lo han entendido mejor los populismos que muchos nacionalismos sin estado. El derecho a ser no basta. La identidad la forja la suma de proyectos individuales en términos de calidad de vida.