IMAGÍNENSE la escena. Un chavalito de siete años, con acento venezolano, recién llegado del trópico en 1956, se hace presente en una de las aulas de segundo curso del Colegio de los Marianistas en Donostia-San Sebastián. El profesor de Formación del Espíritu Nacional le pregunta quién era Simón Bolívar. “El Libertador”, contesta el chaval. “Fuera de clase”, iracundo el profesor, un policía nacional del cuartel inmediato al Colegio. “Simón Bolívar fue un separatista que le quitó a España su imperio americano”, bramó el formador de ese espíritu nacional. El chaval, confundido y asustado, se lo cuenta a su aita. Este interviene a través de la embajada y el alumno queda exento de esta materia de tal manera que cuando entra el profesor, el chaval pasea por el patio para sorpresa de sus compañeros.

“Juro a Dios y prometo al pueblo...”

La reciente escena de Felipe VI sentado ante la llegada de la espada de Bolívar en Bogotá, en la toma de posesión del nuevo presidente, no me ha extrañado. El mundo ha cambiado pero la Casa Real y el Rey de España siguen actuando como Fernando VII, no pudiendo tolerar que le recuerden que unos desarrapados acabaran con la colonia y los sacaran de América a sangre, fuego y proclamas de independencia donde había vascos en cada esquina. No es de extrañar, pues, que una asociación de militares españoles haya pedido a Defensa la retirada de todas las estatuas de Simón Bolívar que hay en el Estado español al considerarlo un “traidor” que se alzó contra su patria. Lo mismo que me gritó aquel profesor del Espíritu Nacional. “Bolívar, pradera de molino en lengua vasca, molino que supo moler trigo de gloria y dar a los pueblos pan de libertad”, nos recuerda la poetisa rumana Elena Vacaresco.

Tampoco me extraña lo que Laureano Márquez opina de la escena. “Definitivamente, los hispanoamericanos compartimos nuestra propensión a las supersticiones. Surge el comentario a la luz de la toma de posesión del nuevo presidente de Colombia quien, contraviniendo la disposición de su antecesor, hizo traer al acto de su ascensión al mando, de manera inesperada, la espada de Bolívar. Fue su primer acto de gobierno.

Para comenzar, hay que señalar que la espada de Bolívar que guarda Colombia es la de verdad, la que usaba el Libertador en el día a día, no la nuestra, que es una joya de oro que la municipalidad de Lima le obsequió como presente de agradecimiento y la que nunca desenvainó el padre de la patria para combatir contra nadie. La de Colombia, la de las batallas, se guardó durante mucho tiempo en el Museo Quinta de Bolívar de Bogotá. Además del valor histórico que tiene la pieza por haber pertenecido a quien perteneció, es parte de la leyenda de la guerrilla colombiana, de la que alguna vez formó parte Petro. En enero de 1974, el naciente movimiento guerrillero M-19 sustrajo la espada del museo y pasó varios años escondida en diversas manos. Se llegó a decir incluso que le fue vendida a Pablo Escobar y que este se la dio a su hijo como juguete. Al parecer, la que compró Escobar no era la verdadera. La espada también pasó una temporada en Cuba. Para el grupo armado tenía –como seguramente para el nuevo presidente de Colombia en la actualidad– un tremendo valor simbólico: “Bolívar, tu espada regresa a la lucha”, se dijo después del robo. En 1991 fue devuelta. No deja de resultar curioso que la mentalidad de izquierda, tan pretendidamente racional y científica, sea la que apele con mayor frecuencia a recursos y explicaciones mágicas. “El divino Bolívar” del que hablaba Elías Pino es parte de esa religión laica que todas las ideologías, pero especialmente la de izquierda, quiere usar para arropar sus propósitos. Su espada no es por lo tanto un objeto de interés histórico, sino un símbolo sagrado que, cual amuleto, brinda poderes; sus restos, reliquias que hay que manipular para adquirir las cualidades del portador en vida de esos huesos; y así con todo. Vivimos siempre rumiando el pasado, nunca entendiéndolo.

Gustavo Petro, político de 62 años de edad y exguerrillero del M19 y que además fue alcalde de Bogotá, juró el domingo 7 de agosto el cargo de presidente de Colombia. Aquí, prensa, radio y televisión nos dijeron y repitieron que era la primera vez que la izquierda asumía el poder en Colombia. No sé por qué tienen tanto pudor en decirnos que es la primera vez que un exguerrillero de un movimiento comunista asumía la presidencia de Colombia. Entiendo que como dice el expresidente Uribe de Petro, “es un tipo más inteligente que Chávez, Maduro, Fernández, Lula y Boric juntos”. Petro parece saber dónde se ha metido y no piensa actuar como lo hizo Chávez con su “¡Exprópiese!” o Maduro enviando dos millones de emigrantes a Colombia desde un país riquísimo, pero llamemos a las cosas por su nombre. Petro ha sido un dirigente comunista, no un socialdemócrata, otra cosa es que quiera serlo ahora. He conocido personalmente a cuatro presidentes colombianos y no han sido lo que han pretendido vendernos los medios estos días.

Virgilio Barcos, vecino de nuestro gran delegado Patxi Abrisketa, con sus antepasados enterrados en la catedral de Santiago de Bilbao, tenía en su programa lograr una democracia social, lo mismo que Belisario Betancourt a quien visité en el Palacio de Nariño acompañando en 1983 al lehendakari Garaikoetxea que nos contó sus trabajos por la paz y sus dos procesos malogrados por ese izquierdismo guerrillero que nos restriegan para integrar una guerrilla golpista y asesina, compartida asimismo por unos paramilitares, representantes de la derecha más australopithecus. A Uribe le visitamos asimismo en el palacio presidencial y haciendo gala de su apellido visitó Euzkadi. Hoy es la bestia negra de esa izquierda que no asume que Uribe no les traga pero que sigue vivo de milagro, pues superó atentados terribles contra él y su familia, lo mismo que Santos, con quien charlamos varias veces en el Senado y quien ha sido el presidente que ha logrado sentar alrededor de una mesa a una guerrilla que en el caso del FARC han pedido públicamente perdón por sus crímenes y secuestros, algo que nunca hizo ETA. Menos lobos desteñidos, pues, Caperucita, a la hora de los análisis que si se fijan ustedes jamás cuentan con la opinión de los vasco-colombianos que mantienen hoy los ojos abiertos y el compás de espera puesto ante los primeros movimientos del primer presidente “izquierdista” de la historia, como sinónimo de progreso y derechos humanos, metiendo en un saco lleno de chacales y buitres a todos los demás. Quien exagera, pierde la dimensión de las cosas y no es creíble.

Y no digo que a Petro no haya que darle una oportunidad. De hecho, Biden se la ha ofrecido. Habló con él, le felicitó por su elección, envió una alta representación de su gobierno a la toma de posesión, cosa que afortunadamente no ocurrió con Maduro de Venezuela, Ortega de Nicaragua y Díaz Canel de Cuba, que no estuvieron en dicha ceremonia. Ni estuvieron ni se les esperaba. Y no estuvo nada mal la lectura que hizo Petro de la sociedad colombiana y de su sociología. Colombia, así como Europa, no se entiende sin la presencia del cristianismo en cada esquina y sin el menor rubor ni quiebro en la voz y de forma muy clara y ante el presidente del Congreso, dijo con seguridad:

“Juro a Dios y prometo al pueblo cumplir fielmente la Constitución y las leyes de Colombia”. Todos los presentes le aplaudieron.

Petro, inteligentemente, ha armado un gabinete de diversas tendencias, con las mujeres al frente de varias carteras y la misión de sacar adelante reformas de calado.

Algo que no ocurre en Euzkadi, sociedad llena de complejos. En mayo de 2009 y en Gernika, ante el Árbol, Patxi López desbarató sin ningún permiso la fórmula de asunción de la Lehendakaritza la fórmula original del lehendakari Agirre que juraba su cargo para presidir un gobierno de concentración con republicanos, comunistas y socialistas. Aquellos rojos al parecer eran más tolerantes que don Patxi, que sin el menor rubor desfiguró la fórmula porque aparecía la nefanda palabra de Jaungoikoa. Lo mismo ocurrió con el himno vasco, con letra escrita por Sabino Arana en la cárcel de Larrinaga. No tolera que en el aparezca la nefanda palabra de Jaungoikoa. Al parecer, la tradición, la cultura, los usos y costumbres no tienen para el señor López el mismo valor que tienen para un exguerrillero del M-19. Es más. Viví una escena increíble junto a mis compañeros en el Congreso. Resulta que al diputado Leizaola los llamados jabalíes del Congreso en tiempos de la República, le pegaron en el hemiciclo por defender la enseñanza religiosa. El presidente socialista Besteiro paró la sesión y le invitó a Leizaola a recogerse en el despacho del presidente. Lo hizo y le llamó la atención al entonces diputado donostiarra que Besteiro tuviera un crucifijo de marfil presidiendo la sala. Pasó el tiempo, la dictadura, murió Franco y Leizaola volvió del exilio en 1979. En una oportunidad fue a Madrid a escuchar una conferencia del lehendakari Ardanza en el Club Siglo XXI. Al día siguiente fuimos los diputados a su hotel y le invitamos a visitar el Congreso donde había sido diputado. “No me interesa”, nos contestó. A los cinco minutos nos dijo que cambiaba de opinión y deseaba comprobar si el crucifijo de marfil de Besteiro continuaba en el despacho del presidente Félix Pons. No estaba. El entonces presidente lo buscó y encontró el símbolo en el despacho de un letrado. Mandó reponerlo y el crucifijo ha presidido el despacho de los presidentes sucesivos, socialistas y populares, hasta... adivinen ustedes cuándo.

Efectivamente, cuando Patxi López fue elegido, con apoyo del PP, presidente del Congreso y su primera decisión fue quitar el crucifijo de marfil del socialista Besteiro del despacho presidencial. Y ya no está.

De todo esto me he acordado al escuchar con voz clara al presidente de Colombia Gustavo Petro jurar por Dios cumplir la Constitución colombiana y he pensado ingenuamente que debería haber menos complejos en la política vasca, tanto de socialistas como de seudojelkides y que eso es sinónimo de madurez y que no estaría nada mal. Es la historia como pedagoga la que sin dejar de respetar la separación de poderes se debe imponer en una sana gobernanza. ¿O no? l