ESTA España no tiene arreglo. Al menos, durante mucho tiempo. Demasiado, quizá, para las urgencias que le acechan. Camina enfrentada en dos bandos irreconciliables, convencidos irracionalmente de que así les renta mejor. Azuzada por una crisis económica que ahora se oculta en los arenales y la interminable operación salida, pero que en el frío del otoño será lacerante para hogares y concursos de empresas. Presidida bajo el ritual personalista del golpe de efecto, del puro catón de la supervivencia y de una miopía sobre al auténtico armazón del Estado que estremece a la sensatez. Y una alternativa lastimera, retadora y hueca. La decepcionante fotografía de una desdichada maratón plenaria.

Pasas el día de ayer en el Congreso y crees sentarte en el camarote de los hermanos Marx. Rienda suelta al despropósito. Cuando unos quieren sacar adelante la Ley de Memoria Democrática para resarcir atropellos ignominiosos aún pendientes, otros contraprograman a prisa y corriendo la enésima indignación de las víctimas de ETA sin acordarse arteramente de cuando cometieron sus mismos pecados. Cuando es perentorio ensanchar el consenso contra los zarpazos de una guerra cruenta, el Gobierno hace de su capa un sayo, saca de la chistera un impuesto mediático donde los haya sin encomendarse a nadie y restriega su desprecio a quienes le vienen sacando las castañas del fuego. Cuando la realidad ciudadana exige soluciones porque empieza a verse desbordada sobre todo por los malos augurios, entre las 138 medidas propuestas como teóricas aportaciones se cuelan la derogación de la ley de violencia de género, la autodeterminación de los pueblos o la unidad de España. Es para desanimarse.

Ahora bien, Pedro Sánchez sigue cayendo de pie. No consulta con nadie su nuevo plan contra la crisis, incluye medidas superadas e imposibles como le recordó Idoia Sagastizabal, pero se sale con la suya sin más rasguño que esos puntuales tirones de oreja a los que está tan acostumbrado que ya ni escucha. Una maniobra escapista que le viene dando excelentes resultados desde el primer decreto televisado de la pandemia. Se basta solo. Juega indefectiblemente con la turbación que provocan los modos de la derecha y se sabe ganador de la partida antes de empezar a repartir las cartas. Ningún socio de la mayoría parlamentaria se imagina yendo en un futuro inmediato de la mano de ese PP fallido en el debate del estado de la nación. Feijóo ya se lo debería hacer mirar más allá de escuchar la profecía demoscópica de que puede aventajar al PSOE en más de dos millones de votos o de seguir echando baldes de censuras contra su enemigo a batir.

Podría decirse que está en racha tras el batacazo andaluz. Emergió con gloria internacional en la cumbre de la OTAN; deja para Marlaska el marrón inhumano de Melilla; rearma emocionalmente a esa coalición siempre propensa al lío a costa de gravar los beneficios de eléctricas y bancos; saca adelante otro plan contra la crisis sin reparar en la eficacia de algunas medidas; abre ese debate frentista que tanto le gusta con la derecha pasando factura al franquismo y, de postre, le llega el batacazo judicial a Puigdemont en vísperas de que Pere Aragonés le exija referéndum y amnistía. Que nadie le dé por muerto. Otra cosa distinta es que cada vez le quede menos gasolina al depósito de su credibilidad.

A ese desgaste ha contribuido la ley de Memoria Democrática. Mucho más desde que se propagó la idea fetiche de que Félix Bolaños se había plegado a las exigencias de EH Bildu. Para muchos ya no hacía falta leer siquiera un resumen del texto. Por reducción al absurdo: el Gobierno se rinde a ETA. A partir de ahí, la rebelión descontrolada de una derecha que sigue viendo en el terrorismo un nicho electoral, incluso diez años después de su definitivo alto el fuego. Urge que en la sala de máquinas de Génova alguien deje escrito en la pizarra que las víctimas del terrorismo etarra no ganan elecciones. Que sus votos ya están adjudicados. A ellas se les debe reconocimiento y reparación. No utilización. La burda manipulación que su partido –ya sin Pablo Casado– ha hecho del dolor de las víctimas de ETA aún en julio de 2022 causa estupor y hace comprensible la indignación del sentido común. Por eso son comprensible reacciones como la que se produjo ayer cuando un diputado de Ciudadanos, que no pasará a la historia de la política, llegó a acusar al socialismo de “pintar pancartas con sangre ajena”. l