EN la política británica hay una sentencia que a menudo se recuerda, y muy a menudo se cumple: “Los gobiernos conservadores caen por sus líos de sexo, mientras los laboristas tienen que dimitir por su manejo dudoso de los dineros públicos”. Tenemos ejemplos de ambos.

El peor gobernante británico de las últimas décadas dice adiós

Las hemerotecas recuerdan el caso de John Profumo, miembro de la nobleza, militar y político que tumbó al gobierno conservador de Harold Macmillan en los años 60. La amante de Profumo era Kristina Keeler, quien era también casualmente la amante del agregado militar y espía ruso de aquellos años. En aquella época de la época fría el escándalo fue mayúsculo. Hubo quién apuntó con cierta dosis de humor que los problemas se resolvían mejor en la cama que en el campo de batalla.

En el lado laborista los aromas de la corrupción han penetrado varias veces a lo largo de las últimas décadas. Bajo el mandato de Tony Blair, diferentes medios de distinto signo político, denunciaron la venta de títulos nobiliarios a gentes deseosas de hacerse con el título de lord. Michael Levy, íntimo de Blair, quien tenía autoridad suficiente –era lord de verdad–, fue el encargado de engrasar las arcas del partido. El primer ministro fue interrogado tres veces y la policía estaba convencida de sus pruebas contra él. Pero la fiscalía decidió lo contrario.

Ahora le ha tocado el turno a Boris Johnson. Al final, el primer ministro ha hecho lo que dijo que no haría. Había prometido luchar hasta el final, pero este ha llegado antes de lo que él mismo tenía previsto. Las sucesivas dimisiones de sus más cercanos miembros del gabinete han propiciado la esperada salida del gobernante más histriónico del Reino Unido en las últimas décadas. Johnson no ha podido resistir la caldera de presión en la que se ha convertido el partido conservador.

Los problemas en sus gabinetes han sido constantes. Las fiestas en plena pandemia de covid, sus encontronazos y trampas con los acuerdos del Brexit, el desprecio por sus rivales políticos y una política que rezuma marketing pero falta de principios ideológicos le han pasado factura. Johnson ha ido adaptando sus políticas a la conveniencia del momento. De admirador de la política de Trump ha pasado a palmero de Biden sin ningún tipo de explicación. Y aunque ha proclamado su catecismo conservador, lo cierto es que poco tiene que ver con la convicción de Thatcher, la persistencia y bonhomía de John Major o el cumplimiento de su palabra como May, anteriores líderes conservadores.

Sin embargo, la espoleta final de su caída ha sido la conducta sexual de uno de sus protegidos, Chris Pincher, un relevante diputado del parlamento desde 2010 y cuya función era asegurar que los miembros de su partido voten siguiendo las directrices del primer ministro. Pincher, cuyo significado en castellano significa pellizcador, ha hecho honor a su apellido. Dos hombres acusaron al político tory de “atenciones no requeridas”, léase meterles mano, cuando estaba bebido. El suceso ocurrió en el Club Carlton, un lugar frecuentado por los políticos conservadores. Hasta entonces un pequeño escándalo más con su particular molde conservador. Pero en estas aguas procelosas de la política de Westminster los delatores de Pincher han ido más allá y denunciado que Johnson no sólo no actuó sino que encumbró a Pincher a puestos de mayor responsabilidad política. Esta ha sido la gota que ha colmado el vaso.

El primer ministro que fue elegido por los votantes con amplia mayoría sacó adelante la patata caliente del Brexit y consiguió aumentar el voto conservador en áreas de larga prominencia laborista durante décadas. A pesar de su estilo poco ortodoxo en el marco de la política británica tuvo el respaldo de muchos ciudadanos y ciudadanas hartos de la mediocridad de los líderes laboristas.

Johnson siempre dio a sus votantes una falsa imagen de seguridad de saber hacía dónde se encaminaba, pero no era verdad. Cambiaba las reglas del juego cuando este no le favorecía como ha querido hacer con los acuerdos del Brexit. El desprestigio internacional del Reino Unido nunca ha sido mayor que ahora gracias a un gobernante con pocos remilgos éticos. El pasado miércoles mientras las últimas ratas se apresuraban a abandonar el barco de su gobierno, Johnson anunciaba una importante rebaja fiscal para seducir al electorado.

Ahora, no sabemos quién le sucederá y cuál será el daño que ha causado a su propio partido, casi tan culpable como él. Pero lo que sí se puede anticipar es que al Reino Unido le será imposible salir de la crisis con gobernantes como Boris Johnson. l

* Periodista