Podría servir el título de esta columna para hablar del viaje del huído de lujo a Sanxenxo -me niego a calificarle de exiliado por respeto a los que han sufrido exilio perseguido y no necesitaron disfratar de tal lo que en este caso solo fue una fuga-. Pero esto va de otra cosa

Va del escalofrío y la nausea que producen los vítores y aplausos con los que familiares y amigos recibieron a su salida del juzgado a los cinco menores detenidos por su participación en la presunta violación de dos niñas de 12 y 13 años en Burjassot (Valencia). No va de prejuzgar el caso ni de criminalizar de entrada a los menores, que afirman que las relaciones fueron consentidas. Eso se esclarecerá en el desarrollo de la investigación.

Va de la actitud de arrope visceral público y consciente, de la exhibición en la calle de un modo de exaltar la sexualidad, ejercida o no libremente, pero es obvio que no conscientemente de sus implicaciones. La natural adhesión familiar es un sentimiento que se ejerce intramuros. Se hablan las cosas, se extraen conclusiones y se obtienen aprendizajes que no tienen por qué suponer que unos progenitores condenen a su propio hijo pero tampoco que lo barnicen de víctima. Se puede amparar a un adolescente de entre 15 y 17 años sin aplaudir que mantenga relaciones sexuales con una niña de 12 años.

No voy a caer en la moralina de la hipersexualización que se ha impuesto en las relaciones sociales entre adolescentes ni en sus estereotipos estéticos. Son los procesos de maduración ética los que saltan por los aires con estas actitudes. Los que pueden inducir a una niña a mantener relaciones consentidas y a un niño un poco mayor a forzarla por la presión social que normaliza la práctica y aplaude el protagonismo. Hablamos de impunidad estos días y no hace falta ser emérito para disfrutarla. ¿Acaso esos aplausos no refuerzan en esos menores la convicción de que han actuado bien?