Por pura inercia profesional -ese mal que nos acomete a los periodistas y que nos ha convencido de que la actualidad que más debe interesar a nuestros lectores es aquella que más ruido hace en cada momento- le he puesto un ojo y un cuarto al inicio del Congreso del Partido Popular. Ya me parecía un acierto que huyeran de la Villa y Corte y se trasladaran a otra vieja capital del reino, Sevilla, que lo fue durante la ocupación francesa hasta que hubo de rendirse a esta en 1810. Territorio más que neutral para el PP, Sevilla es la prueba para la derecha española de que se le podía ganar al PSOE en su casa y convertir a Andalucía en el cortijo de Juanma Moreno, presidente de la Junta tras ser el primero que firmó un acuerdo con Vox.
No digo que sea significativo pero sí que el simbolismo, que es lo que necesita un partido tan descosido y vapuleado por su propia naturaleza, adquiere tonos de verosimilitud. Madrid es un terreno de juego plagado de heridas tras las luchas cainitas y, lo que es aún peor para Núñez Feijóo, es la baldosa en la que solo se puede bailar el chotis de Díaz Ayuso. No cabe nadie más ahora mismo.
Pero lo más significativo de lo ocurrido en el Congreso popular es el ninguneo del PP del País Vasco. O en el País Vasco, como lo lo calificaba Casado ahondando en el sucursalismo. Entre los 70 cargos presentados por Núñez Feijóo para configurar la Junta Directiva y el Comité Ejecutivo solo figuran testimonialmente dos representantes vascos: Iñaki Oyarzábal y Borja Corominas. Laminados, ninguneados y olvidados, el PP vasco, que se consideró vanguardia, y pudo serlo, de un nuevo centroderecha con el estilo pop de Basagoiti y la voluntad de Quiroga, es hoy un peso pluma.
La intervención de Carlos Iturgaiz ya puso en evidencia que el nuevo PP solo puede esperar seguir remolcando a lo suyos aquí. Despejó cualquier duda sobre su capacidad de liderazgo para la ciudadanía vasca con un minidiscurso de hace 30 años que fue una confesión de su caducidad. Más suerte al próximo.