A convención del PP está pasando sin pena ni gloria, a la par que evidencia la falta de liderazgo de Pablo Casado, empeñado en dar tumbos al albur de Vox. Dentro de poco empezaremos a ver afilarse las hachas de guerra para un recambio interno que se convierta en amenaza real contra Pedro Sánchez en las elecciones de 2023 -si no se adelantan-. Sánchez está relativamente cómodo, aunque nunca fiándose de su inestable socio, más acostumbrado al mitin populista que a la verdadera política institucional. Los dos años que le quedan de legislatura pasan por seguir embaucando a las fuerzas nacionales vascas y catalanas, fundamentalmente. Ya nos ha dejado claro que de hablar en serio del reconocimiento de los derechos de los pueblos, nada de nada. Atrás quedan largas peroratas, interesadas y de coyuntura, sobre otro modelo de Estado, sobre el federalismo... y las que se le van pasando por la cabeza, para entretener sin hacer. Aquí nos marea con competencias que no suelta. Y eso que necesita al PNV y a EH Bildu en Madrid. Mientras, con Catalunya anda enredado en la llamada mesa política, que más parece paripé y propaganda que otra cosa.
Hubo un tiempo en que miramos con expectación e ilusión hacia allá pues parecía que, por fin, el soberanismo había conseguido mayorías amplias, articuladas políticamente y con la fortaleza que les daba el apoyo de la ciudadanía en la calle. Aquella firmeza en torno al president se ha convertido en un maremágnum de siglas y de debilidad creciente, por la falta de entendimiento y objetivos comunes de la que hacen gala todos los días ERC y Junts. Al ir a Cerdeña hace una semana, Puigdemont intentó buscar el protagonismo que necesita para seguir estando en la mente de catalanes y catalanas. Por otro lado, era también una buena oportunidad para tensar aún más las dificultosas relaciones en el Govern entre Esquerra y Junts. Y, por ende, en la mesa política con Madrid. En cualquier caso, su permanencia en la primera línea política catalana se hace cada vez más complicada al no participar en el día a día institucional y estar lejos de los centros de decisión.
La realidad partidaria catalana es un lío de tomo y lomo. Tras la desaparición de Convergència, el surgimiento de nuevas siglas y, después, de otras nuevas salidas de ellas, ha puesto en evidencia la separación, enemistad y falta de mimbres para refundar un partido político consecuente con el momento histórico que les ha tocado. La lamentable casi desaparición del PDeCAT, limitada hoy al ámbito municipal, ha supuesto pérdida de centralidad y equilibrio entre los asuntos institucionales y la defensa soberanista. Veremos qué sucede con ella a medio plazo.
Por su parte, sin CiU, ERC vio una gran oportunidad para hacerse con el liderazgo catalanista pero no lo ha conseguido. Hoy preside un gobierno condenado al fracaso, por la dificultad de construir con Junts y la papeleta de la mesa política con el Gobierno de Madrid de la que, saben, no sacarán nada. Sánchez y ERC necesitan ganar tiempo. El primero para tener el patio tranquilo ante las elecciones estatales y el segundo para seguir generando contradicciones en Junts al acusarles de impedir una salida negociada -aunque no se vaya a dar-.
Visto desde nuestro país, se hace difícil imaginar alianzas con Catalunya. En el caso del PNV, hay que recordar, entre otras, el maltrato de Junts y Puigdemont al lehendakari Urkullu, al acusarle de mentir a cuenta de su mediación en el procés -o la dificultad ante su todo o nada sin plan b-. Sucede parecido con Bildu, que debe aclararse entre ERC -aliado histórico de EA- o la CUP -más próximo a los presupuestos del mundo de Sortu-. Las alianzas son un medio, no un fin. Es decir, que en nuestro caso, es el beneficio de Euskadi.